Precedida por el escándalo que provocó su secuencia central, la que recoge una sesión de violenta tortura, Heli confirma a su director, Amat Escalante como otro autor notable en el panorama cinematográfico de un México que, en los últimos tiempos, ha sabido imponer una presencia internacional, hasta hace unos años impensable.

En algún sitio, en el infinito, se entrecruzarán las dos naturalezas que dan sentido a Metro Manila, pero desde luego eso no sucede jamás en las casi dos horas que dura su relato, lo que provoca una sensación de quiebra. De una parte, Metro Manila describe las duras condiciones de los desahuciados en un país de pobreza y contraste, de violencia e indefensión.

En su deseo de ser el más norteamericano de los cineastas franceses, Luc Besson se da el gusto de dirigir a Robert de Niro. Por si eso no fuera suficiente, recupera a un mito sensual de los años 80, Michelle Pfeiffer. Pero para comprender mejor la naturaleza de esta comedia hogareña es útil rememorar la juventud de Besson.

Cuando se cumplen 60 años de Cuentos de Tokio, tal vez la más conocida de las obras maestras de Yasujiro Ozu, Yôji Yamada, un veterano director japonés nacido hace 82 años, vuelve su rostro a aquel momento. Un tiempo en el que, cuando tenía poco más de veinte años, vio un filme y supo que jamás podría superar aquel bello monumento.

Hace trece años, Santi Amodeo se presentó con El factor Pilgrim (2000), un filme-disparate realizado junto a Alberto Rodríguez. Aquella comedia insolente, rodada en Londres, versión cañí de Trainspotting, sin dinero ni posibles, fue una carta de presentación que alcanzó una antagónica reacción. Para cierta crítica canónica, aquello era una broma soez carente de valor y de buen gusto.

Si el ministro de cultura fuera de verdad al cine y viera Stockholm sabría que sus afirmaciones sobre el cine español carecen de sentido. Es posible que en los últimos años haya habido demasiado estómago agradecido y mucho director adocenado empeñado en fundir subvenciones a cambio de filmar películas mezquinas, de ningún interés y sin ninguna vinculación con la realidad.

Con una de las filmografías más regulares, extensas e identificables de los cineastas contemporáneos, el cine de Allen aparece siempre fiel a sí mismo. Todas sus películas se parecen, pero todas se las ingenian para imponer una vuelta de tuerca que las hace reconocibles a su herencia, pero distintas a la anterior.

La cuestión, la gran pregunta que abrasa la naturaleza manierista de La cabaña en el bosque, la formula un personaje interpretado por un icono de la sci-fi, la teniente Ripley (Sigourney Weaver). Solo hay dos salidas: morir por la Tierra o morir con la Tierra. La respuesta al enigma la encontrará el público en los últimos compases del filme y con ella, quedará claro el grado de altruismo que caracteriza a la raza humana en el tiempo de la contemporaneidad.

En el espacio imaginario en el que, por un instante, intercambian las miradas el cine clásico de John Ford con la posmodernidad surrealista de David Lynch, se edifica Sólo Dios perdona. Un filme inclasificable que se quiere contemporáneo pero que no duda en utilizar los fundamentos del cine de héroes capaces de imponer la justicia, aunque eso implique quebrantar la ley.