En los últimos minutos, cuando el juicio sumarísimo que pergeña este filme contra Julian Assange estima que ha (de)mostrado la culpabilidad del fundador de Wikileaks, se le deja hablar. Y lo que dice el actor que encarna a Assange se asemeja a las últimas palabras del reo antes de subir al cadalso.

De Greengrass se afirmó que había renovado las claves del cine de acción. Su nombre, se nos decía, era garantía de ese equilibrio improbable entre calidad y cantidad, entre autoría y evasión, entre entretenimiento y compromiso. Obras como Domingo sangriento (2002); El mito de Bourne (2003); United 93 (2006) y El ultimátum de Bourne (2007) daban fe de ese libro de estilo, pero establecían al mismo tiempo una imparable sensación de decadencia.

Hace apenas tres meses James Wan, uno de esos valores del neo-terror del American Gothic, ratificaba con The Conjuring que se había convertido en uno de los grandes clásicos de nuestro tiempo. Autor de Saw, una de esas películas capaces de introducir una nueva variante en un territorio abonado por la inventiva, la heterodoxia y lo bizarro, James Wan y su inseparable coguionista y compañero, Leigh Whannell, ocupan el lugar que en el pasado disfrutaron gentes como John Carpenter, Joe Dante e incluso Sam Raimi.

El viaje a través del tiempo nos ha acompañado desde que el hombre fue capaz de convocar esa hipotética posibilidad. Recapitulemos. De Borges a Dickens; de Asimov a H.G. Wells; de Michael Crichton a Mark Twain, las alusiones, los mecanismos que se utilizan para hacer que el ser humano se pasee por el calendario como lo hace por las carreteras de su provincia, son diversos, polimórficos. En el mundo del cine, las referencias a ese periplo a través del crono no tienen la obligatoriedad de acudir a la física cuántica.

El mayordomo que da título a este filme, el hombre al que Lee Daniels (Precious, 2009, The paper boy, 2012) le hace un homenaje fervoroso, existió en la realidad. Llegó a la Casa Blanca casi por casualidad y con gesto sumiso. Trabajó sin interrupción al servicio de todos los presidentes yanquis desde Eisenhower a Reagan.

El contexto histórico de la última película de Lucía Puenzo (El niño pez, 2009 y XXY, 2007) es fiel a los hechos. Sin embargo su ficción, su puesta en escena, es orfebrería y ensayo. Por ello, El médico alemán aparece como un sugerente poema sin ripios acerca del horror sin conciencia. Una mirada introspectiva que hurga en los pliegues del enigma y de la reflexión.

En Caníbal, su director y coguionista, Martín Cuenca (con)forma un adagio sobre el derrumbe del bien. O, si se prefiere, sobre el privilegio del mal y su insensibilidad ante la culpa. Ese querer dar forma a este cuento de ignominia implica un giro de 180 grados. Entre el primer plano y el último, la cámara de Manuel Martín Cuenca deambula y se traslada de la víctima al verdugo. El filme se abre con un plano general para desvanecerse en negro ante el plano de un rostro.

A partir de un artículo publicado en una de esas revistas de “vanidad y mujeres”, Sofia Coppola (re)compone un retrato sobre el vacío y la estulticia. Entre Las vírgenes suicidas (1999) y estas “zorras -así se llaman entre ellas- ladronas” no consiguen alcanzar todas juntas más de media docena de neuronas.

Aunque lo parezca, aunque el filme se abre y se cierra con similar respiración contenida en un plano fijo y en torno a un parecido gesto de desesperación, La herida no es un círculo que se cierra sobre sí mismo. No es un uróboros, por más que el afán autodestructivo de Ana así lo pueda indicar. Sin duda Ana se retroalimenta de su propia desgracia, se devora y le devora su desesperación.