En “Underwater” se abrazan dos trayectorias en aparente descenso, dos profesionales que al unirse en este filme en lugar de sublimar sus virtudes se han abrochado a sus defectos. Uno lleva el bastón del mando, es el director de “Love” (2011) y de “La señal” (2014), William Eubank.

A Stephen King no le gustó nunca lo que Stanley Kubrick hizo con “El resplandor”(1977). Para el escritor, el cineasta era de hielo y su adaptación carecía de alma. Lo cierto es que Kubrick se apropió de la novela y borró el ADN de su progenitor. Abordó su filme, fiel a su gélida geometría. Elevó el cine de terror a la categoría de cine de culto. Algo insólito para un público que hace ascos a la fantasía.

Mes tras mes, durante casi un año, “Ghostland” se ha visto empujada fuera de las previsiones de los estrenos. Anunciada para ser presentada hace tiempo, ese continuo desplazamiento arroja luces sobre la falta de sensibilidad y los prejuicios que acompañan siempre a las obras que se adentran en el terreno del horror.

Pese a que no le faltaba razón a Hitchcock sobre lo complicado que resulta trabajar con niños, la segunda parte de “It”, la que narra el tiempo de la adultez de sus protagonistas, resulta menos interesante que la primera. Aclaremos el tema para quien no lo conozca. “It” fue presentada por su autor, el especialista en “best seller” de terror, Stephen King, en 1986. Su primera edición en castellano, aparecida un año después, ocupaba más de 1.500 páginas que fueron devoradas por miles de entusiastas atrapados en ese mezcla de cuento iniciático de amistad juvenil y relato gótico con payaso que horripila.

En apenas tres secuencias, cuando ni siquiera el filme ha penetrado en lo que será su verdadero leit motiv, Ari Aster (Nueva York, 1986) ratifica lo que “Hereditary” anunció: estamos ante un cineasta de raza. En ese tiempo de apertura, un prólogo que sirve para mostrar el desgarro por el que su protagonista, Florence “Lady Macbeth” Pugh, se desangra; Ari Aster da una lección de sabiduría compositiva.

Nada más empezar, Kaja, interpretada por Andrea Bemtzen, mira a cámara para decir que no lo vamos a entender. La sentencia parece dirigida a quienes estamos detrás de la cámara y resuena como un aviso fatídico. Pero, inmediatamente después, percibimos que Kaja se está comunicando con su madre a través del móvil, o sea es a ella a quien le habla. Sin embargo, al final de la película, volveremos a presentir que esas palabras iban dirigidas a quienes miramos la película en cuanto observadores distantes de una tragedia (re)conocida.

En la rueda de prensa con motivo de su estreno en el festival de cine de terror de Bilbao, FANT, se le preguntó a Lee Cronin, su director, por el inoportuno título en castellano que se le iba a poner a su filme. El director irlandés no se inmutó pero, ciertamente, esa traducción tan alejada de la idea original no ayuda a llamar la atención sobre la singularidad de un filme cuyo interés supera la media de un género tan maltratado por los exhibidores españoles.

En “Déjame salir”, un debutante director de origen afroamericano utilizaba el terror para denunciar el racismo. Se servía de la metáfora para desnudar la realidad. Aquel filme estimable titubeaba en su recta final. Jordan Peele, esa era la sensación, tras recrear el texto original del autor de “La semilla del diablo”, después de cuestionar la nobleza de la familia americana, dejaba entrar una cierta esperanza en la América que se disponía a soportar a Donald Trump.

No hay concesión hacia el público que guste del orden, buen gusto y películas que abrazan el principio aristotélico de presentación, nudo y desenlace. Aunque no lo parezca, esto último, un relato, sí acontece en “Mandy”, pero en clave de delirio. El filme de Panos Cosmatos, hijo de George P. Cosmatos, amanece a ritmo de King Crimson para cantar a un crepúsculo.