El título español da noticia de la confusión interior del filme. Si estuviéramos ante “La gran estafa” o ante “La última estafa” entenderíamos el título como un absoluto. Al unir gran y última damos a entender que ni es la mayor ni es la última y eso denota cierta irrelevancia en la magnitud de esa referida “estafa”.

Pese a que no le faltaba razón a Hitchcock sobre lo complicado que resulta trabajar con niños, la segunda parte de “It”, la que narra el tiempo de la adultez de sus protagonistas, resulta menos interesante que la primera. Aclaremos el tema para quien no lo conozca. “It” fue presentada por su autor, el especialista en “best seller” de terror, Stephen King, en 1986. Su primera edición en castellano, aparecida un año después, ocupaba más de 1.500 páginas que fueron devoradas por miles de entusiastas atrapados en ese mezcla de cuento iniciático de amistad juvenil y relato gótico con payaso que horripila.

En un momento de su carrera, Liam Neeson, un actor que lleva en el rostro el estigma del hombre corriente y el dolor del eterno perdedor, dejó atrás sus personajes vulnerables y poliédricos, para rencarnarse en piedra de villano cruel o en mármol de justiciero indestructible. Su rol en “Cold Pursuit”, maliciosamente titulada en castellano “Venganza bajo cero” para atraer a los fans de su trilogía “Venganza”, pertenece a este perfil cuyo modelo y principal precedente habita en el Charles Brosson de “Yo soy la justicia”.

Si se desmenuzan los créditos del filme, le será dada a la persona curiosa y paciente entresacar un detalle relevante con el que se ilumina lo que “Gloria Bell” pretende y ha pretendido. Hablamos de la presencia en la producción de Pablo Larraín. El director chileno de Tony Manero (2008); Post Mortem (2010); No (2012); El Club (2015); Neruda (2016) y Jackie (2016) ha construido una filmografía nada convencional, atravesada por cierta angustia y con un posicionamiento distante que condena al público al extrañamiento.

“La profesora de parvulario” tiene un precedente israelí. Estamos ante un remake habitual en el cine americano que compra derechos de películas extranjeras para revenderlas tras una operación de lifting siempre de valor discutible. De “Abre tus ojos” de Amenábar, convertida en “Vanilla sky”, a “Déjame entrar”, por citar dos ejemplos, hay decenas de remakes a los que, para eso tienen el poder, la industria de Hollywood se encarga de borrar el modelo de partida para que se imponga su propio discurso.

Cuando se hable de la Disney del final del siglo XX y, en especial, de la del comienzo del XXI, habrá dos hitos icónicos que será bueno analizar. Uno lo representa Pixar y su cabeza visible, John Lasseter. El otro, responde al nombre de Tim Burton. Ambos fueron extraños -y evitados- en el paraíso de la Disney después de Walt; hoy ambos portean la tabla de salvación del misterio existencial del imperio de Mickey Mouse.

Saludada como una película que vuela directa hacia el Oscar, construida sobre un argumento que siempre funciona -tanto en las versiones oficiales como en las que en algún modo la han imitado-, “Ha nacido una estrella”, versión Bradley Cooper, genera un interesante material para el debate y la paradoja.

Con una frecuencia inevitable, porque la evidencia lo impone, a la hora de explicar qué lugar ocupa este filme de David Trueba, aparece el nombre de Linklater. Hay unanimidad en percibir, aquí, el influjo del autor de “Boyhood”. Ciertamente, si unimos “La buena vida” y “Casi cuarenta”, se obtiene una (re)visión parecida.