Entre Mia Goth, la actriz, y Ti West, el director, se lo hacen todo. Ella repite por tercera vez consecutiva la imagen de la «femme fatale» de nuestro tiempo, una pequeña diva sin glamour, inocencia, ni elegancia. En este caso, desprovista de adornos inútiles, la menuda Goth pone la piel y las tripas de Maxine, una mujer desnortada que pretende abrirse camino en la jungla cinematográfica del Hollywood de los 80.
La simple descripción de la radiografía familiar que encierra esta obra de Yamada desemboca en un diagnóstico deprimente. «Una madre de Tokio» retrata tres personajes al borde del desahucio. Una abuela viuda que siente el aliento de la ancianidad al tiempo que se aferra a un último tren del amor cuando la taquilla parece cerrada.
Con «Un lugar común», Celia Giraldo desafía precisamente eso que se llama sentido común y que, al parecer, ya hace tiempo que entre nosotros perdió su hora. En su planteamiento, Giraldo (Cornellá de Llobregat, 1995) parece haberse abonado a esa preocupación frecuente en el cine español reciente filmado por directoras donde la descomposición familiar, la casa como depósito de recuerdos y emociones y la demolición del pasado, se verbalizan ante un futuro poco esperanzador.
Shyamalan, ya se ha señalado en otras ocasiones, comparte con David Lynch una referencia común, la ciudad de Filadelfia, ese corazón de la América profunda donde la legendaria «Liberty Bell», la campana rota, ofrece al turista su herida abierta como si con ella se pudiera contener la pesadilla que cada día hunde más a un país víctima de su mentira.
Ernst De Geer se suma con «Hipnosis», su debut como director de largometrajes, a ese plantel notable de realizadores escandinavos contemporáneos. Proceden todos ellos, de un territorio de extrañamiento y hondura, de alta civilización y de oscuros subterráneos de crueldad extrema.
A diferencia de la última recreación de «Los tres mosqueteros», en consecuencia lejos del recetario posmoderno que corroe el orden cronológico, fragmenta el relato y (ab)usa (de) exageraciones deshumanizadas, Delaporte y de La Patelliére leen el texto de Dumas página a página, letra a letra, duelo a duelo.
Como el personaje de Clint Eastwood en «Gran Torino» (2008), el protagonista de «Dogman», interpretado con tanta fe como esmerado talento por Caleb Landry Jones, se desangra al modo de una estampa crística.
No había cumplido 9 años, cuando Oz Perkins empezó a trabajar en el cine junto a su padre. Ni su progenitor era desconocido, ni aquella secuela de su personaje más inolvidable tenía posibilidad de superar el modelo de partida.
Cuando han transcurrido cinco partos, diez carreras por los estrechos pasillos de un hospital público en la Francia de Macron y la ultraderecha y un sin fin de sobresaltos, roces, sudores y lágrimas, apenas llevamos diez minutos de proyección de «Matronas».
Hay piezas cuya ambición, destreza e interés se revelan incluso antes de que aparezcan los títulos de crédito iniciales. Para cuando se nos informa sobre sus principales constructores: director, actores, guionista… ya sabemos que nos aguarda buen paño; catamos, en menos de un minuto, que lo que vendrá a continuación valdrá la pena, porque quienes han construido este texto fílmico se lo curran.