Habría que preguntarse por qué dos de los directores que mejor han sabido desvelar el núcleo duro del freakismo y el arrabal cañí, Alex de la Iglesia y Santiago Segura, ahora, en 2018, con apenas unas semanas de diferencia, estrenan sus últimas películas levantadas sobre historias ajenas.

Ahora se le recuerda por cosas como El fantasma de la ópera, pero Joel Schumacher (1939) es un director muy particular. Aprendió bajo la tutela de cineastas como Woody Allen; durante los años 80 y 90 dirigió unas cuantas películas de temática juvenil y ecos simbólicos y, finalmente, cogió el testigo del Batman que alumbró Tim Burton y al que él ni supo ni pudo mejorar.

Es posible que la persona que permanezca atenta a los créditos finales se lleve una sorpresa cuando lea que en Frantz existe un cordón umbilical que la ata al filme de Lubitsch, Remordimientos (1932). Aclaremos que el argumento que sostiene la nueva entrega de Ozon alumbró la más extraña e ideológica película del maestro de la sugerencia y el humor. Pero dicho esto, también cabe recordar que Ozon posee una de las cinematografías más versátiles e inclasificables de cuantas se han realizado en la Francia contemporánea.

Con importantes modificaciones argumentales con respecto a la versión que en 1977 dirigió Don Chaffey, este Peter y el dragón funciona como un arquetípico producto Disney. Desarrolla toda la artillería pesada para provocar la emoción cuantas veces haga falta, posee una factura solvente, los efectos especiales rozan la plenitud y la historia funciona tanto para los más pequeños como para los adultos que les acompañen.

Desde los carteles que le preceden, todo en Cegados por el sol, clama y reclama su denominación de origen. La elección del reparto siempre significa, pero aquí, en el casting descansa su sentido. Unir en el mismo plano a Ralph Fiennes con Tilda Swinton es una declaración de guerra. Si el cuadrilátero se cierra con el escurridizo Matthias Schoenaerts y la siempre perturbadora Dakota Johnson, el resto parece tan sencillo como encontrar un buen argumento.

Nada hay ilegítimo en la práctica del remake. Al contrario, en el hecho de volver a contar una historia ya conocida, pueden darse la mano un montón de virtudes. Por eso mismo, la historia del cine ofrece entre sus logros más celebrados acciones de diferentes cineastas que no temieron enfrentarse a relatos ya ofrecidos por otros.

Una sensación de déjà vu atraviesa de principio a fin El nombre del bambino. Y no es porque se trate de un remake, de cuyo referente anterior permanecen restos. Como esos ecos distantes de unos chistes antes contextualizados en Francia y ahora trasladados a Italia; antes con referencias al nombre de pila de Hitler y ahora con guiños a Mussolini. Ese sabor a plato recalentado no descansa en que aliña un argumento ya conocido, sino en cómo formaliza su contenido.