El ciudadano ilustre representará a Argentina en la carrera del Oscar. Pero, independientemente de lo que acontezca, El ciudadano ilustre ya merece un lugar especial en la historia de la cinematografía argentina y mundial. Sus intersticios de filos rugosos, duelen; su incorrección política, abonada por un discurso desconcertante, provoca. Golpea como un puñetazo de Sorrentino filtrado por la extraña poética de David Lynch y barnizado por la parsimonia distante de Kaurismaki, aunque carente de su humanismo.

Hay tanto retruécano, tanto McGuffin, tantos hilos cruzados en su telaraña, que Al final del túnel termina por abrumar. Hija de su tiempo, la película de Rodrigo Grande se percibe satisfecha de guión, potente y segura en sus ingredientes, diestra y vital en su narrativa. En ella, Grande ha puesto muchas cosas, muchas referencias cinéfilas, muchas citas literarias y demasiadas ambiciones. Y al frente, ha colocado a un actor competente, un Leonardo Sbaraglia que se hace con un personaje sobrecargado de circunstancias.

En el otoño de 2005, el director chileno Matías Bize daba la sorpresa al ganar la espiga de oro del festival de Valladolid con un filme rodado en una habitación, con dos personajes y mucha osadía en una edición en la que estaba el Haneke de Caché y el Lars von Trier de Manderlay. Se tituló En la cama y pocos la vieron. En cuanto a Bize, obtuvo el máximo galardón de la Seminci, no porque el jurado perdiera la razón, sino porque el festival se inventó un galardón por su 50 aniversario y concedió ex aequo ese premio excepcional a Haneke y von Trier.

Habría que buscar en sus trabajos más anodinos, un papel en el que Ricardo Darín no roce la excelencia. Tan competente se muestra Darín que su sola presencia en un filme lo ennoblece. Incluso los hace parecer mejores de lo que realmente son. Sin embargo, en Capitán Kóblic, filme dirigido por Sebastián Borensztein, un amigo del actor de El hijo de la novia, la anemia narrativa del filme, deja sin aire ni razón al solvente histrión argentino. Lo aisla al confinarlo en un personaje presentado con un mayúsculo error de planificación presente desde el guión.

Ajena a la cartelera del cine comercial, la cinematografía colombiana, salvo por algunos títulos (La estrategia del caracol, La vendedora de rosas,…), no ha existido entre nosotros porque, tampoco prácticamente existía en su país de origen cuya producción durante los años de coca y plomo fue cercana a cero. Por eso, la presencia inclasificable y radical de El abrazo de la serpiente abre un universo subyugante.

La sinopsis de Eva no duerme insinúa una espléndida idea narrativa, una amarga reflexión en torno a un cadáver convertido en símbolo y, como todos los símbolos, reducido a objeto de veneración y culto por sus feligreses o sometido a acciones de ultraje y latrocinio por sus adversarios. Esta mascarada de ensayo metahistórico con el cuerpo presente de Eva Perón, uno de esos personajes que emblematizan un tiempo, un país y una manera de vivir y sobrevivir, se articula en diferentes tonos. Se conforma como un monstruo de Frankenstein, con restos de géneros, de naturalezas y de talentos muy distintos.

Con Paulina se encienden los fuegos de la polémica. En ese viacrucis que estación a estación sigue su joven protagonista, la audiencia se ve forzada a tomar partido. Tras su visión resulta obligado cuestionarse por qué Paulina se comporta así ante lo que (le) pasa. Ese lo que (le) pasa tiene su origen en el título original, La patota, vocablo que sirve para definir a una pandilla de jóvenes cachorros sedienta de sexo, violentos e ignorantes, con pulsión primitiva.

Con tono e intención diferentes al de este filme, hace casi veinte años, Bertrand Tavernier se adentraba con Capitán Conan (1996), en la cara oscura de la “gloria” bélica. Ambientada en la primera guerra mundial, el filme de Tavernier se ocupaba de los perros rabiosos de la guerra, de los soldados más sanguinarios. Máquinas de matar, héroes a imitar, asesinos sin culpa. Son valiosísimos en tiempo de muerte pero se vuelven ingobernables en tiempos de paz.

Agustí Villaronga conforma un capítulo singular en la historia del cine español de los últimos treinta años. De hecho en 1975 comenzó su carrera en el cine con Robin Hood nunca muere de Francesc Bellmunt. Aparecía como actor, como también lo hizo en El último guateque de Juan José Porto, discípulo de Paul Naschy y en Perros callejeros 2 de José Antonio de la Loma, un esforzado director que antes de serlo trabajó como maestro en el barrio chino de Barcelona.

Desde el primer fotograma, una imagen sucia, de enfoque extraviado y composición (des)aliñada, El club despliega un rotundo ejercicio de coherencia autoral. Su hacedor, Pablo Larraín, no hace concesión, no da respiro. Las campanas de fondo llaman a luto. Su argumento grita contra una de las peores manchas que perturba a la iglesia católica: la pederastia ejercida por algunos de sus ministros.