Una sensación de déjà vu atraviesa de principio a fin El nombre del bambino. Y no es porque se trate de un remake, de cuyo referente anterior permanecen restos. Como esos ecos distantes de unos chistes antes contextualizados en Francia y ahora trasladados a Italia; antes con referencias al nombre de pila de Hitler y ahora con guiños a Mussolini. Ese sabor a plato recalentado no descansa en que aliña un argumento ya conocido, sino en cómo formaliza su contenido.

Lo mejor de El regalo hay que extraerlo de la imprevisibilidad de su argumento. Parece un filme de terror, pero desobedece las reglas canónicas imperantes. Podría haber sido un filme convencional, pero regatea las normas definitorias del cine de nuestro tiempo y no respeta demasiado los usos de los referentes clásicos. Cine mestizo pues que abunda en el desconocimiento del otro. Su anécdota narrativa parece un cruce entre aquel desaforado Un loco a domicilio de Ben Stiller con Jim Carrey, y La semilla del diablo.

La adolescencia siempre alumbra películas sugerentes. Muchas veces, a partir de recuerdos de los cineastas que han utilizado reflejos de su autobiografía para apoyarse en esa sensación de certidumbre que provoca hablar de lo que se sabe, recrear lo que se recuerda. La lista es larga, de Ingmar Bergman a Richard Kelly, de Truffaut a Ray, del cine clásico al de ahora, los teenagers se saben material de película con sabor a experiencia propia.

El amor es más fuerte que las bombas se abre con el plano de un recién nacido y, sin embargo, quien preside su relato de comienzo a final es una madre muerta. En su interior vemos agitarse inquietas, (per)turbadas y desorientadas, tres presencias masculinas. Un padre, que fue actor pero que ahora da clases en un instituto juvenil, y sus dos hijos. Uno lo ha hecho abuelo, el otro, todavía arrastra el peso del acné juvenil y vive la zozobra de ser víctima de la tormenta de hormonas.

Entre las declaraciones de Oliver Hirschbiegel, director de este filme y autor consagrado por El hundimiento (2004), hay una referencia que se repite con frecuencia. Y de todos modos, aunque él no lo explicitara, la visión de sus películas también lo sugiere. El cine de Oliver Hirschbiegel (a)parece obsesionado con descifrar las claves del nazismo. Se diría que el cineasta alemán se ha empeñado en descifrar el enigma de ese comportamiento criminal y colectivo que implantó en Alemania la ignominia y el miedo.

Hubo un tiempo en el que el cine de Atom Egoyan era sinónimo de estremecimiento. En aquellos años, final de los 80 y buena parte de los 90, este canadiense de origen armenio, revelaba radiografías terribles de la sociedad de nuestro tiempo. Mostraba heridas de luz en cuyo núcleo duro depositaba la semilla de un cuento tradicional. Por ejemplo, el flautista de Hamelin alentaba la temible fábula sobre el dolor y el remordimiento que articulaba El dulce porvenir (1997) y Caperucita Roja se convertía en una joven embarazada abandonada por un novio soldado en ejército hostil en El viaje de Felicia (1999).

Como su título connota, La habitación evoca en sí misma algo cerrado, ese espacio entre paredes que protege pero también encierra. Y, en consecuencia, esa sensación de melancólica claustrofobia se dispara cuando se sabe que su argumento gira en torno a los largos años de cautiverio de una joven secuestrada. Su relato podría haber salido de cualquier página macabra de sucesos.

Al igual que la Isabel Coixet de Mapa de los sonidos de Tokio (2009), que se perdió en el mercado de pescado de la capital japonesa; de la misma manera que la Sofía Coppola de Lost in Translation, perpleja en los extrañamientos de superioridad que el estadounidense medio siente con respecto a Asia, El bosque de los suicidios incurre en el mismo pecado de soberbia. Es decir, trata de conjugar los signos de una cultura que solo conoce de oídas.

Poco después del principio y, luego, algo más tarde, cuando el nudo argumental ya comienza a presentirse, Brooklyn hace directa referencia a dos películas. Una, la primera, es El hombre tranquilo, la obra con la que John Ford homenajeó a Irlanda y levantó con ella un monumento al regreso del emigrante herido. La otra, Cantando bajo la lluvia -la madre de todos los musicales, surgida del entendimiento entre Stanley Donen y Gene Kelly-, es un acto de fe en la vida, una película de esas que hacen cine grande dentro del cine eterno.

Se nos había olvidado que hay dos tipos de películas Coen. Esa lección se formuló poco después de su debut con Sangre fácil. Exactamente, dos años después, cuando presentaron su segundo largometraje, Arizona Baby. Desde entonces y durante los primeros años, cada nuevo estreno de los Coen, era recibido con temor. Si había noticias de que la cosa iba en serio, de que se adentraban en el género noir, o que al menos no buscaban hacer reir, se sabía que el filme merecería la pena.