Ajena a la cartelera del cine comercial, la cinematografía colombiana, salvo por algunos títulos (La estrategia del caracol, La vendedora de rosas,…), no ha existido entre nosotros porque, tampoco prácticamente existía en su país de origen cuya producción durante los años de coca y plomo fue cercana a cero. Por eso, la presencia inclasificable y radical de El abrazo de la serpiente abre un universo subyugante.

Desde el mismo arranque se sabe que Deadpool no va a hacer trampas. En ella no hay cartas escondidas. Todo es lo que se ve, y lo que se ve es una resabiada mezcla de humor grotesco y acción. O sea, sal gruesa con sabrosos tropiezos y mucha desvergüenza. Hay que reírse; quiere que nos riamos. Para ello retuerce el modelo consagrado en los últimos tiempos, el de los pliegues oscuros de superhéroes atormentados. Arremete contra esa narrativa hecha de metafísica simbólica y angustia política a lo Christopher Nolan.

Cada día se suceden las malas noticias sobre la precariedad de los derechos humanos en un Irán de cabezas nucleares y pies de barro. Se nos da cuenta de cineastas represaliados, de películas prohibidas y condenas desproporcionadas por ejercer la crítica y la libertad de expresión. Por eso sorprende gratamente enfrentarse a Nahid, la película de Ida Panahandeh, una directora iraní en un país en el que todos, pero en especial las mujeres, saben del horror de la desigualdad y la intolerancia.

El nombre de Byron Howard, tal vez no despierte los mismos entusiasmos que provocan John Lasseter (por cierto productor de Zootropolis) y Hayao Miyazaki pero, no lo duden, estamos ante uno de los directores de animación más notable de los últimos tiempos. Bastaría con recordar que su mano y su mirada forjaron filmes como Bolt (2008) y Enredados (2010), donde figuraba como co-director, para entender el por qué de la alta eficacia y notable calidad de esta película, menos (in)ofensiva de lo que creen. Para llegar a dirigir en solitario como ahora hace, Howard (1968), lleva veinte años en la industria de la animación.

En La ley del mercado nos espera la recreación de un hundimiento. En ese naufragio se escenifica la pérdida de dignidad del ciudadano europeo enfrentado a un tiempo de crisis. Edificada sobre una estructura limpia y simple de planos-secuencia, como si fueran capítulos, se adivina en su principal y casi único personaje un progresivo desmoronamiento, una especie de disolución. Cada minuto, una nueva humillación emerge y hace que Thierry (excelente Vincent Lindon) se vea zarandeado por la necesidad de sobrevivir laboralmente.

Este año, Hollywood, en un claro gesto de regresión y falta de sensibilidad, ha vuelto a sus orígenes de dominio endogámico blanco. Ningún profesional de piel negra podrá aspirar al Oscar. A desconsideración tan lamentable ha respondido buena parte de los profesionales negros diciendo que este año no irán a una fiesta que les ningunea. Entre los muchos y notables actores que podrían haber sido nominados, hay dos muy significativos. Uno, Samuel L. Jackson, alma y fundamento del filme de Tarantino, Los odiosos ocho.

La sinopsis de Eva no duerme insinúa una espléndida idea narrativa, una amarga reflexión en torno a un cadáver convertido en símbolo y, como todos los símbolos, reducido a objeto de veneración y culto por sus feligreses o sometido a acciones de ultraje y latrocinio por sus adversarios. Esta mascarada de ensayo metahistórico con el cuerpo presente de Eva Perón, uno de esos personajes que emblematizan un tiempo, un país y una manera de vivir y sobrevivir, se articula en diferentes tonos. Se conforma como un monstruo de Frankenstein, con restos de géneros, de naturalezas y de talentos muy distintos.

Río arriba, siempre río arriba aunque a veces, para salvar la vida, se huya río abajo. Con llagas lacerantes, con heridas que se pudren, arrastrándose sin remedio. Esta agonía en los talones la protagoniza un héroe indestructible al que la parca desdeña con un desdén compulsivo. Esa es la música de fondo que acompaña a El renacido.

ay un niño en el fondo de todo ser humano que se niega a olvidar lo que era propio de sus juegos infantiles. Y hay un tiempo en el que todos somos o fuimos niños. Apelando a ambos extremos, de vez en cuando aparecen títulos eléctricos, películas felices que pellizcan ese resorte ante el que no caben esas varas de medir con la que normalmente evaluamos lo que vemos.