Los hilos, al menos los de su espina dorsal, que mueven este documental inteligente y metafórico, mucho saben y mucho deben a Werner Herzog. Como es bien sabido, Herzog representa la paradoja del binomio entre el cine de ficción y el de no ficción. Se trata de una división original porque su enfrentamiento se data ya en el mismo nacimiento del cinematógrafo.

Para El francotirador y probablemente para Clint Eastwood, su director, el sistema de valores se concreta en una percepción maniquea del mundo. Según ésta, la condición humana se divide en tres tipos: las ovejas, los lobos y los perros. Los malos, o sea los lobos, devoran a las ovejas que, indefensas, no saben o no pueden hacerles frente.

En el tiempo de la Wikipedia y el corta y pega, el de la resaca de la palabra de Tarantino, las películas parecen construidas con material de desecho. Son modernos monstruos de Frankenstein reanimados a partir de fragmentos muertos. Así resulta tan difícil encontrar en la cartelera un título original, como dar con un buen clásico.

Desde el primer segundo, este filme se percibe como una propuesta original y, ciertamente, muy coherente. Puro papel de lija que escuece tanto como señala. Su argumento hace esperar una nueva incursión en ese cine político de denuncia sobre los años de plomo; lluvia de odio que (de)sangró a Irlanda en la segunda mitad del siglo XX.

Los hermanos Grimm siguen siendo unos de los principales suministradores de argumentos para Hollywood. En el cine americano del siglo XXI, el del desembarco de la tecnología digital, la imagen de síntesis y el “más real que la realidad” del 3D capaz de convocar los mundos de fantasía con gramática de verosímil, ha abundado en la recuperación de todos “sus” cuentos.

La chispa que enciende el motor de Autómata es la misma que ponía en movimiento 2001, una odisea espacial. O sea, un tema recurrente en la especulación del género denominado ciencia-ficción, esa etiqueta de perfiles movedizos que enhebra todas las hipótesis sobre el futuro. Son elucubraciones que aspiran a poder explicar el pasado con la intención de entender y encender el presente. Hace poco esa especulación la abordaban dos películas tan distintas entre sí como Interstellar y Orígenes.

Babadook sorprende por la claridad de sus ideas, por el sólido acervo de sus referentes y por la impagable interpretación de su principal protagonista, Essie Davis. Una mirada superficial la etiquetaría como cine de terror al uso, carne de video-club por más que ahora no haya vídeos ni nadie alquile nada.

Whisplash, algo así como latigazo -en argot más coloquial, tralla-, venía siendo para el público no angloparlante el nombre de un grupo de trash metal y el título de una canción de Metallica del álbum Kill ‘Em All. Cierto es que existen al menos dos películas (casi desconocidas) con ese título pero, a partir de ahora, el éxito comercial, la voraz dirección de Damien Chazelle y las rigurosas interpretaciones de Miles Teller y J.K. Simmons, harán que cada vez que se escuche la palabra Whisplash se imponga la turbia imagen de un ambicioso batería capaz de (sufrir) todo para alcanzar la gloria.

Hay un pasaje especialmente perturbador que preside el tratamiento que Richard Glatzer y Wash Westmoreland aplican a un filme que surca el diente de sierra inherente a esos relatos que se abisman en la enfermedad y la muerte. Siempre Alicia, o mejor, como sugiere con más precisión el título original, Todavía Alicia, aparece como una nueva incursión a través del Alzheimer y sus horrores.