«El baño del diablo» amanece con los preludios de una boda. Se despide, periclita, con un ritual de sangre humana ebrio de grosera ignorancia.
Tras el profundo vaciamiento emocional que significó «Drive my car» (2021), Ryûsuke Hamaguchi (Kanagawa, 1978) deja a un lado los soportes de la alta costura literaria (y teatral) para, desprovisto de coartadas culturales y sin la ayuda de Chejov ni Murakami, abismarse en una naturaleza crepuscular.
El cornezuelo, un hongo que frecuenta las espigas del centeno y que desde hace siglos se utiliza(ba) como método abortivo, da título al segundo largometraje de Jaione Camborda con el que esta guipuzcoana afincada en Galicia ganó la última Concha de Oro del Zinemaldia. Se advierte que tal galardón no garantiza apenas nada.
Lo que hace en su primer largometraje Mikel Gurrea a Helena (Vicky Luego) y a Iván (Pol López), su pareja protagonista, habita en el sugerente y escurridizo uso de la metonimia. “Suro”, palabra catalana para designar el corcho, ilustra y describe el trabajo de un pelotón de peladores.
Tres cortometrajes preceden a “El agua”, primer largometraje de Elena López Riera (Orihuela, 1982). Los tres: “Pueblo” (2015), “Las vísceras” (2016) y “Los que desean” (2018) tuvieron acomodo y ecos positivos en festivales internacionales como Cannes, Locarno y Bilbao entre otros.
Hay quien sospecha que el origen de la Rapa das bestas surgió en la Edad del Bronce. Es posible. Sabemos que se trata de un ritual citado en la Europa medieval del siglo XV, la del tiempo de la muerte y la peste.
“Alcarrás”, como “Verano 1993”, filme que sirvió para presentar y consolidar la figura de su directora, Carla Simón, habla de personas cercanas, de gente corriente; filma lo familiar y observa lo de casa. Sus moradores pertenecen a la esfera de lo íntimo y personal. A la de quienes no mastican relatos con caligrafía de alcurnia y pretensión.
La solidez de “El horizonte” devuelve la satisfacción de enfrentarse a textos bien escritos. De hecho, importa relativamente lo que cuenta, el shock emocional que sufre un joven adolescente cuando, a punto de descubrir su sexualidad, debe asumir que su madre mantiene relaciones lésbicas con una amiga con la que se intercambia libros.
“Nomadland” contiene altas dosis de sustancia adictiva. Debido a ello serán muchas las personas que, tras interiorizar su relato, se convertirán en fervientes propagadores de sus excelencias. Este filme que se ha convertido en uno de los títulos del año -el año más triste de cuantos ha alumbrado el siglo XXI-, atrapa y envenena con su alta dosis de paradojas y contradicciones.
En sus primeros compases, los ojos se llenan de incredulidad. ¿Qué estamos viendo? ¿Qué pasa? La imagen de un bosque que se desmorona nos indica que Oliver Laxe mira a la naturaleza con la misma pasión delirante con la que Herzog y Tarkovski supieron representarla. Laxe escruta su tierra originaria con dolor oceánico. Desde la (com)pasión recrea el lugar del que proviene, la Galicia rural que cada día ve diezmar su población y que cada verano recibe la mordedura de un fuego abrasador que arrasa sus montes.