En una breve secuencia, cuando la película ya ha mostrado su verdadera razón de ser, un Dickens adúltero discute con su joven amante, a la que le pasa 30 años, en las escaleras del exterior de la vivienda de ésta. Ella ya sabe que su destino será la invisibilidad al servicio del inmenso talento del autor de Historia de dos ciudades.

Cuando Bryan Singer cogió las riendas de la adaptación cinematográfica de X-men, lo hizo con una declaración de principios: en su acervo cultural, la Marvel era una palabra sagrada y en su relación con los héroes de papel, no habría condescendencia. O sea, Singer hacía como había hecho Sam Raimi, como hizo Tim Burton y como haría Christopher Nolan.

La acción nos la ubica su directora y guionista en el año 1996. Pero las causas de la situación que trata Todos están muertos tuvieron lugar algunos años antes, en el marco de lo que no cuesta trabajo asociar a la llamada “movida madrileña”. En los años de aquella explosión de pop cañí, voracidad sexual y delirio psicodélico, Beatriz Sanchís, valenciana de nacimiento, era una niña.

Todo evoluciona a golpe de simetría. Todo se mueve bajo el número dos. Dos amigas, dos maridos, dos hijos, dos nueras, dos nietas… puro artificio que escribió Doris Lessing cuando había cumplido 84 años, es decir, lejos en el tiempo de su período más ilustre como escritora por más que fuera entonces, tres años después, cuando recibió el Nobel de Literatura en una decisión que levantó voces críticas.

Títulos como La muerte del señor Lazarescu; Martes, después de Navidad; 12:08 Al este de Bucarest; Historias de la edad de oro; 4 meses, 3 semanas, 2 días e incluso, el demoledor documental montado en una simple pero certera acumulación de imágenes oficiales del dictador rumano, The Autobiography of Nicolae Ceaucescu , representan la incontestable evidencia de la soberbia calidad del cine rumano. Todas ellas son películas que acaparan premios y parabienes.

Este Puzzle chino, ese es su título original, no aporta ni una idea propia. Y sin ideas personales, nada hay en él que pueda reclamarse como original. Nada sorprende, nada la hará perdurable. De hecho, Cédric Klapisch, guionista y director, o sea, alguien que se reclama como autor, establece una torpe identificación con el protagonista; un escritor empeñado en una nueva novela, cuya vida sentimental y peripecias personales acaban sirviendo como nutriente definitivo de algo que se dice ficción, pero que no es sino proyección autobiográfica.

Hace un par de años, Yeon Sang-ho se puso a seguir el camino abierto por autores ya consolidados como Park Chan-wook, Bong Joon-ho, Kim Ki-duk y Kim Jee Woon. Sang-ho hacía con el cine de animación lo que sus hermanos mayores habían conseguido con las películas que algunos llaman de carne y hueso.

Lo banal, o sea lo trivial y común no debe confundirse con lo anodino. Lo anodino es sinónimo de lo insignificante, lo ineficaz y lo insustancial. De lo banal sabía mucho Oscar Wilde, un genio de la sutileza y el humor. De lo anodino sabe casi todo esta película imposible que echa mano de ese subgénero que es la comedia romántica abrochada a la subtrama de lo grastronómico.

La presencia de Woody Allen, su innegable capacidad de empaparlo todo con expresión titubeante presidida por una mirada miope en permanente estado de perplejidad, lo anega todo. Para la mayoría, las películas de Woody Allen son todas aquellas en las que el actor aparece, poco importa quien las dirigió. Por eso, no han sido muchos los que se han atrevido y, desde luego, ninguno era convencional: Herbert Ross, Martin Ritt, Jean Luc Godard, Paul Mazursky… y ahora, John Turturro.