Llevado por un arrebatado amor de madre, Paco León, un actor de fortuna en series de televisión, puso contra las cuerdas a la industria cinematográfica española. El panorama del cine actual se divide entre quienes se mueven en el territorio oficial de Academias y Goyas y quienes, desde la periferia y el mundo universitario, practican un cine de bajo presupuesto y extrema singularidad. Carmina o revienta, título que se abrochaba al testimonio arrabalero del testimonio tardofranquista de El Lute, hizo lo más difícil todavía, salirse del tiesto, deambular por tierra de nadie.

Hay festivales cuyos premios, más que refrendar la calidad de una película, alertan sobre la inconsistencia de lo que allí nos aguarda. Dedicado al cine español, el festival de Málaga se ha convertido en el refugio de la segunda división del cine español, esa cita a la que llegan las películas que no fueron seleccionadas por ningún festival extranjero, las que desecha Donostia, no quiere Sitges ni Gijón, y desestima Sevilla y Valladolid. Así las cosas, que La vida inesperada hubiera cosechado una gran acogida en Málaga nada connota, pero mucho dice.

El final de El gran cuaderno no esconde sino un nuevo comienzo, una segunda parte de un filme que probablemente nunca se hará. Construido sobre una trilogía literaria y coguionizado por el propio director, János Szász, la semilla primigenia que ha permitido levantar este filme se escribió en 1986. Su autora, Agota Kristof, había nacido el 30 de octubre de 1935 y murió hace dos años, sin poder ver esta adaptación de su obra.

El 21 de enero de 1998, Yoshifumi Kondo, el hombre llamado a tomar el relevo a los dos grandes generales del estudio Ghibli, Isao Takahata y Hayao Miyazaki, falleció repentinamente víctima de un aneurisma provocado, al parecer, por un exceso de trabajo. Tenía 47 años y, después de haber sido uno de los puntales de los mejores éxitos de la factoría Ghibli, acababa de dirigir una de sus más bellas películas: Susurros del corazón (1995).

Si borramos de golpe la aportación al cine de los actores del reparto de este filme, desaparecería un puñado de significativas películas europeas. El mundo perdería algunos de sus mejores textos fílmicos. Dicho de otra manera, Bille August ha llamado para esta aventura a algunos de los más emblemáticos actores del cine europeo. En vano, Porque desde el primer minuto de su metraje, Tren de noche a Lisboa muestra sin rubor su vocación de europudding, término manchado por ambiciones de dinero fácil y avaricia de taquilla.

En Teherán, la figura hegemónica, se llama Abbas Kiarostami, probablemente el último gran cineasta surgido en el ocaso del siglo XX. Su sombra es tan poderosa que durante dos décadas todo el cine iraní parecía estar hecho a su imagen y semejanza; cine de silencios y cadencias, de gestos hondos y significados largos; de realismo engañoso devenido en materia alegórica. Pero la evidencia era (y sigue siendo) que, aunque hay una buena relación de autores iraníes, algunos amordazados y casi todos bajo sospecha a ojos de un gobierno autoritario, Kiarostami ocupa un lugar en el que no admite comparación ni compañía.

Rastrear sus raíces, excavar en el pozo del olvido y recuperar la memoria histórica (e histérica) de la Camboya de su infancia y juventud, la de los 70, es lo que Rithy Panh lleva haciendo toda su vida. Para presentar este filme, este singular y valioso cineasta escribió “Desde hace años, busco una imagen: una fotografía tomada entre 1975 y 1979 en Camboya por los Jemeres Rojos. Una sola imagen no sirve como prueba de un genocidio, pero invita a la reflexión, permite reconstruir la historia. La he buscado en vano en los archivos y por todas partes”.

Cine de geometría y ritual, de ensimismamiento y sutileza, de rigor formal y ambición autoral, El desconocido del lago pregunta mucho y aclara poco. Por ejemplo, no se sabe ni a quién se refiere su título. Con precisión de orfebre, Alain Guiraudie ha escrito un guión que se empecina en abrir cada nueva secuencia con el mismo plano. Una visión elevada del claro de un bosque, un aparcamiento silvestre en el que, día tras día, aparcan sus coches hombres solos en busca de sexo. Presentada en el mismo festival de Cannes donde arrasó La vida de Adèle de Abdellatif Kechiche, la explicitud sexual de ambos títulos, mujeres en uno, hombres en otro, les asemeja.

El mayor enemigo que acecha a la imagen de cualquier artista se encuentra en su propio trabajo. Si del cine de Ridley Scott desapareciera un tercio de su producción, o mejor todavía, si solo permaneciera un veinte por ciento de la misma, Scott sería uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. No digamos nada del caso de Spielberg ni de los últimos trabajos de Atom Egoyan, un cineasta de culto en los años 90 y ahora ¿definitivamente? sostenido sólo por el ruido de lo que fue en otro tiempo.

Estas “Crónicas” son más políticas que diplomáticas; más socarronas que realistas, más carne de divertimento corrosivo que testimonio comprometido y comprometedor. Al menos en apariencia. Con ellas regresa, nunca se había ido, un peso pesado del cine francés: Bertrand Tavernier. Tavernier, conviene recordarlo, es un francotirador en un país de ismos y familias. Allí donde otros conformaron grupos y clanes, Tavernier siempre fue un descolgado, un corredor solitario en una tierra de nadie.