ZINEMALDIA 2017
El estreno de Handia lleva el euskera a la sección oficial
El misterio de los huesos
El camino que recorre Handia se ve atravesado por diferentes bifurcaciones y se enfrenta a dos preguntas. Empecemos por ellas.
La respuesta a la primera es no. El último filme de Jon Garaño y Aitor Arregi no supera la solidez de su anterior película, Loreak.
A la segunda cuestión diremos que, pese a eso, en su interior hay muchos elementos que hacen que merezca la pena. Entre otros, los estilemas propios de ese equipo Arregi-Garaño, directores de rigor y esfuerzo, de cinefilia y poesía, que aquí parten de un referente casi infantil: los viejos ecos y misterios que entre la población menuda de Donostia y sus visitantes provocaba la existencia del gigante de Altzo. Un nombre de leyenda de cuyos efectos personales el museo de San Telmo hacía gala y que, sin duda, los realizadores vascos conocieron, cuando niños, en su momento.
Al mismo tiempo, Garaño y Arregi sabían de antemano que a esta historia se le iba a comparar de manera obvia con otras como El hombre elefante de David Lynch o La venus negra de Abdellatif Kechiche. Para evitar tropezar en piedras tan inmensas, en su búsqueda de una voz propia han echado mano de lo próximo: el paisaje, el folklore y la antropología euskaldún; y de lo universal, los referentes literarios surgidos en buena parte a la largo del siglo XIX que es donde su relato tomó vida.
Para empezar, en Handia no hay uno sino dos protagonistas. Sus realizadores optan por mostrar a Joaquín al lado de su hermano Martin; un juego fraternal de destinos y renuncias que les permite multiplicar la angustia existencial del drama que han ideado.
Esa dualidad, el azar une y ancla a los hermanos Eleizegui Arteaga, se convierte en un vehículo perfecto para que ambos directores se dejen llevar por su querencia por un cine sensible, intimista, positivo y directo. Handia, con sus escenarios de emoción y equilibrio, con sus estampas de seca aldea y dura supervivencia, se multiplica de recovecos y pliegues. Durante muchas secuencias, la película se abisma en el melodrama que subyace en el hecho de ser un ente diferente; en la circunstancia de tener una presencia física fuera de la norma.
La intención del filme apunta a sublimar el aspecto monstruoso del gigante Joaquín conjugado con el deseo insatisfecho de su hermano, Martin, que como el protagonista de ¡Qué bello es vivir!, renuncia a su propia vida para ayudar a los demás. Mucho del cine de Capra sobrevienen en el imaginario de Arregi y Garaño; como algo de la imagen de Frankenstein y su criatura se evoca en el deambular de los hermanos Eleizegui. Existe un tercer protagonista decisivo, la cartografía de Euskadi.
Pero todo ese poderoso acervo se ve corroído ante la falta de riesgo y fantasía de las manos que mecen esta historia.
El guión, apunta buenas ideas, su aparato simbólico, sus simetrías de pulso firme y ese hálito lírico que caracteriza a estos directores han tejido una estructura evocadora, sugerente. Pero hay dos hándicaps molestos y la (falta de) empatía de los actores no consigue equilibrar los altibajos del guión.
Esos dos lastres se ceban en la austeridad de un presupuesto demasiado pequeño para recreaciones históricas tan ambiciosas y en una (con)cesión a la explicitud de lo que no lo necesita. Por ejemplo, al comienzo del filme, Martín nos dice que al abrir la tumba de Joaquín, sus huesos ya no estaban. Al final, de manera sutil, ya sabemos por qué. En un empeño por explicarlo todo, una innecesaria coda final, nos lo vuelven a reiterar haciendo que la sutileza emocional salte por los aires.
Una pena que reitera la evidencia de esa actitud dubitativa. A este gigante le ha faltado audacia y libertad para ser la gran película que podía haber sido, para volar tan alto como aspira. En su lugar todo se ve reducido por la inseguridad y por rendirse a las ortodoxias de lo evidente.