Entre Mia Goth, la actriz, y Ti West, el director, se lo hacen todo. Ella repite por tercera vez consecutiva la imagen de la «femme fatale» de nuestro tiempo, una pequeña diva sin glamour, inocencia, ni elegancia. En este caso, desprovista de adornos inútiles, la menuda Goth pone la piel y las tripas de Maxine, una mujer desnortada que pretende abrirse camino en la jungla cinematográfica del Hollywood de los 80.
La simple descripción de la radiografía familiar que encierra esta obra de Yamada desemboca en un diagnóstico deprimente. «Una madre de Tokio» retrata tres personajes al borde del desahucio. Una abuela viuda que siente el aliento de la ancianidad al tiempo que se aferra a un último tren del amor cuando la taquilla parece cerrada.
Con «Un lugar común», Celia Giraldo desafía precisamente eso que se llama sentido común y que, al parecer, ya hace tiempo que entre nosotros perdió su hora. En su planteamiento, Giraldo (Cornellá de Llobregat, 1995) parece haberse abonado a esa preocupación frecuente en el cine español reciente filmado por directoras donde la descomposición familiar, la casa como depósito de recuerdos y emociones y la demolición del pasado, se verbalizan ante un futuro poco esperanzador.