“Nomadland” contiene altas dosis de sustancia adictiva. Debido a ello serán muchas las personas que, tras interiorizar su relato, se convertirán en fervientes propagadores de sus excelencias. Este filme que se ha convertido en uno de los títulos del año -el año más triste de cuantos ha alumbrado el siglo XXI-, atrapa y envenena con su alta dosis de paradojas y contradicciones.
Al margen de las diferentes capas que sostienen este documental, dos polos intensos imponen su naturaleza. Uno, lo representa la realizadora y guionista Marina Lameiro. Ella, su mirada, planifica y resuelve un encargo: dejar huella de la última gira de Berri Txarrak.
El sueño americano desde mediados de los 50 no conoce límites fronterizos. En realidad más que un sueño es una ambición. Es la (falsa) esperanza que nos vende el liberalismo, ahora rearmado con el adorno de “neo”. Ese sueño arranca en “Minari” con una mudanza; el traslado de una familia de origen coreano, aunque nacidos en EE.UU., a tierras de Arkansas
“La Gomera”, en realidad su título original sería “Los silbadores”, hace de la práctica que caracteriza esa singular tradición comunicativa de la isla canaria, el silbo gomero, un pretexto y un símbolo; un divertimento y un diagnóstico.
Antes incluso de que veamos la primera imagen, Dominik Moll, su director, nos previene de que lo que va a aparecer se abrazará con lo insólito. De entrada, un sonido inquietante estremece el plano en negro. En unos pocos segundos se nos darán algunos datos.
Aunque en su título el documental se pregunta por el paradero de Mikel Zabalza, natural de Orbaiceta y conductor de autobús en Donostia, asesinado en 1985, la figura que emerge y en cuyo devenir se manifiesta el desgarro del abuso de la violencia y la ignominia de la tortura, se llama Ion Arretxe.
Aunque algunas personas huyen del cine fantástico y consideran el terror como un territorio solo visitable por raros, cinéfagos y freakies, le es dado al cine que transita por esa senda adentrarse allí donde solo pueden hacerlo las obras que no temen perderse.
En algún lugar imposible, agarrado al recuerdo de “Diez negritos” y seducido por el eléctrico juego de manos de “Sospechosos habituales”, ideó el realizador francés, Régis Roinsard, un filme que teniéndolo todo para divertir hace todo lo posible por aburrir.
Michael Bay descubrió hace muchos años el irresistible encanto de las catástrofes. En consecuencia ha hecho de ellas su nutriente fundamental y lleva años explotando un filón a medio camino entre el cine espectáculo a lo James Cameron, cine de efecto digital, de croma y trampantojo, con el cine de barrio setentero hecho de repartos corales, viejas glorias y muchos desastres. No es de extrañar que ese Bay, autor de agonías como “Armaged