Basada en hechos reales, al final de Loving, segundos antes de que salgan los créditos, su director, Jeff Nichols, rescata la imagen real de los verdaderos protagonistas en un encuadre exacto al que hemos visto durante la recreación de su desventura. Se trata de un recurso mil veces utilizado que, en este caso, debe ser leído como una declaración de intenciones de Jeff Nichols.
Convertido en un valor seguro en el mercado del cine de terror, Mike Flanagan (Absentia, 2011; Oculus, 2013; Hush y Ouija: Origin of Evil, 2016) forja un nuevo título fiel a sus antecedentes y presupuestos. Nacido en 1978, en Salem, EE.UU., Mike Flanagan pertenece a una generación que esta reformulando unas nuevas claves para el género del fanta-terror.
La novela que suministra aire a La luz entre los océanos destila la esencia del folletín. Basta con esperar quince minutos para saber que Derek Cianfrance se ha embarcado en esta travesía con un material altamente inflamable. Su guión no pertenece a este tiempo. Si se hubiera filmado hace ochenta años por Griffith nadie le pondría pegas. Si hace cuarenta hubiera encontrado un director como David Lean, todo se habría aceptado.
Su paseo triunfal por festivales como Cannes, San Sebastián, Toronto, Sevilla,… hacen de Toni Erdmann una de las revelaciones del año. Es de temer que le acompañan demasiados aplausos, lo que puede distorsionar la verdadera naturaleza de un filme incómodo y cortante.
No es cine fácil y exige del público un esfuerzo añadido.
Fiel a su ideario, a Mateo Gil hay que reconocerle la singular firmeza de apostar por historias nada convencionales. No lo son. Ni los guiones que ideó para Amenábar (Tesis, Abre los ojos, Mar adentro, Ágora) ni los que le sirvieron para sus propias películas: Nadie conoce a nadie y Blackthorn. Tampoco frecuenta el lugar común del cine español este Proyecto Lázaro estructurado en dos niveles, concebido con dos estéticas para diferenciar dos tiempos.
Es posible que le lluevan los Oscar, pero por mucho que en ella canten, por mucho que se le aplauda, nadie puede negar que carece de la grandeza de los grandes musicales clásicos de los años 30, 40 e incluso 50. Como espectáculo, en su zona media, se aburre a sí mismo. Como melodrama, su argumento resulta banal e incluso frustrante. Además, en el hacer y estar de sus intérpretes, se pasa de frenada.
Decir que Silencio de Martin Scorsese es una mala película, a parte de una grosería a la vista del magisterio de su autor, desemboca en una simpleza gratuita. Diremos de Scorsese, uno de los grandes narradores del cine de los últimos cincuenta años, como decía Pasolini de Leone, cuando no hace películas buenas no son malas, simplemente resultan fallidas. Indudablemente Silencio no está a la altura de los mejores trabajos del autor de Toro salvaje y Taxi Driver, pero eso no impide que en ella, como relámpagos fugaces, destellen de vez en cuando instantes de un cine grande concebido a través de una erudición exhaustiva.
Xavier Dolan ha cumplido 27 años, ha filmado seis largometrajes, los mejores festivales del mundo le ceden sus escaparates de lujo y dicen de él que su comportamiento es altivo, insolente y hasta poco
afortunado. Con 19 años rodó Yo maté a mi madre. Era su primer largometraje y provocó algo parecido a una desconcertada admiración.
Kate Beckinsale está encadenada a Selene, su rol en Underworld. Por cuarta vez repite el papel de una heroína letal en una guerra entre licántropos y vampiros. Las dos primeras veces, el director era Len Wiseman, su marido. Luego la dirección cambió de manos y se filmó la tercera película de la franquicia y Beckinsale se fue con su compañero. En realidad de ella, de Selene, permanecía la voz y
material de archivo.
Desde el primer minuto, un ¿inocuo? accidente de tráfico, este Train to Busan se comporta como un puro tren bala lanzado con el acelerador pisado a fondo en una huida de sobresaltos y vértigo. En su interior, no es nueva la metáfora de convertir un tren en una suerte de metonimia del mundo, ciudadanos corrientes se enfrentan a muertos rabiosos. Vagón tras vagón, zombies ávidos de sangre cuyos mordiscos infectan a los ciudadanos sanos, ejercen una progresión geométrica que lleva implícita la destrucción del ser humano.