Desde el primer minuto, un ¿inocuo? accidente de tráfico, este Train to Busan se comporta como un puro tren bala lanzado con el acelerador pisado a fondo en una huida de sobresaltos y vértigo. En su interior, no es nueva la metáfora de convertir un tren en una suerte de metonimia del mundo, ciudadanos corrientes se enfrentan a muertos rabiosos. Vagón tras vagón, zombies ávidos de sangre cuyos mordiscos infectan a los ciudadanos sanos, ejercen una progresión geométrica que lleva implícita la destrucción del ser humano.
Diga lo que diga el Oscar, a Comanchería nadie le puede arrebatar el título de ser una de las grandes obras del año. Su cabecera está presidida por la radiografía precisa y fidedigna del cáncer que carcome a EE.UU. De modo que, en sus intersticios, se percibe un aliento fúnebre que desvela el anuncio del deceso del imperio americano. Comanchería representa la base de un triángulo formado por Winter’s Bone (2010) de Debra Granik y No es país para viejos (2007) de los Coen.
Con la cruz a cuestas de Stanley Kubrick en sus hombros, hay referencias obvias a 2001, una odisea espacial y, en el androide interpretado por Michael Sheen, a El resplandor. Passengers crece sobre un esmerado diseño artístico trenzado por gozosos hallazgos. En ese glosario de hipotéticos avances técnicos de un tiempo futuro, en esa puesta en escena con secuencias espectaculares como la ingravidez en la piscina y la impresionante secuencia de ahogamiento, reside lo más impactante de un filme maniatado por la servidumbre comercial de su alto presupuesto.
Es posible que la persona que permanezca atenta a los créditos finales se lleve una sorpresa cuando lea que en Frantz existe un cordón umbilical que la ata al filme de Lubitsch, Remordimientos (1932). Aclaremos que el argumento que sostiene la nueva entrega de Ozon alumbró la más extraña e ideológica película del maestro de la sugerencia y el humor. Pero dicho esto, también cabe recordar que Ozon posee una de las cinematografías más versátiles e inclasificables de cuantas se han realizado en la Francia contemporánea.
Como el mundo del boxeo, el territorio de los conventos de monjas suele aportar, de vez en cuando, buen material narrativo para el cine. En ambos casos, son tantos los títulos y condiciones que casi se podría hablar de un subgénero con entidad propia. Las inocentes la tiene, lo que pasa es que su realidad ha tropezado con una referencia demasiado cercana en el tiempo y en el espacio, de modo que, la mayoría de las crónicas que provoca, caen indefectiblemente en la tentación de citar Ida (2013), la desasosegante película de Pawel Pawlikowski.
Han pasado cuatro décadas desde que el negocio de las máquinas recreativas, con el pinball a la cabeza, utilizase como reclamo la recreación de algunas de las grandes películas de éxito como Indiana Jones o Star Wars. Avanzada la segunda década del siglo XXI, el mundo del vídeojuego mueve más dinero que la industria cinematográfica, tanto que, desde hace años, es el cine quien replica juegos confiando en que ese reclamo ayude a que más espectadores acudan a ver la película.