Vivimos tiempos de miedo, tiempos de conservadurismo a ultranza. Tanto que han convertido lo malo conocido en lo bueno imprescindible. Un cine de alto consumo y escasas calorías amenaza con devorarlo todo. Es la hora de la franquicia que nos asegura la perseverancia del contenido a costa de no sorprender. Como niños titubeantes, la mayor parte del público escoge lo que conoce, lo que ya escogió.

Aupado hasta el Olimpo del cine mundial como uno de los directores más importantes del momento, parece arriesgado sostener que, hasta ahora, el canadiense Denis Villeneuve acumula más ambición que méritos. Y sin embargo, aunque no se vea así, hay datos para sostener que Villeneuve siempre aparenta mucho y casi nunca profundiza demasiado. Eso no impide que sus quiebros narrativos, los modelos de referencia y su deseo de impartir magisterio en todo tipo de géneros, le confieran el singular encanto de la afectación.

Una carpintería teatral robusta con sólida y pesada estructura, condiciona el vuelo cinematográfico de Las Furias. Como se sabe, los condicionantes del teatro, salvo en costosas producciones de escaparate y festival, determinan que los habitualmente pocos personajes, estén delineados con trazo marcado y anécdota densa. Por cuestiones de producción, en el teatro no hay personajes fugaces, ni secundarios sin fuste.

El ciudadano ilustre representará a Argentina en la carrera del Oscar. Pero, independientemente de lo que acontezca, El ciudadano ilustre ya merece un lugar especial en la historia de la cinematografía argentina y mundial. Sus intersticios de filos rugosos, duelen; su incorrección política, abonada por un discurso desconcertante, provoca. Golpea como un puñetazo de Sorrentino filtrado por la extraña poética de David Lynch y barnizado por la parsimonia distante de Kaurismaki, aunque carente de su humanismo.

Durante el primer lustro de la década de los noventa, Kore-eda utilizaba la cámara de cine para escribir sobre la realidad. Filmaba y construía documentales. Uno de ellos, Hou Hsiao-hsien and Edward Yang (1993), una cartografía sobre dos extraordinarios cineastas taiwaneses, le sirvió para repensarse como cineasta. De manera que, tres años después, el documentalista dejaba paso al narrador de ficciones y sus primeras fábulas lo descubrirían como un autor excepcionalmente dotado para abordar lo inexplicable a partir de saber escanciar la verdad de lo cotidiano.

Stéphanie Di Giusto, fotógrafa y autora de videoclips, se ha movido con solvencia por la escena musical y por los espacios museísticos. Y, probablemente, fue en un museo donde se encontró con la figura de Loïe Fuller, una bailarina de biografía olvidada cuyos movimientos embelesaron a buen parte de la vanguardia artística del París de comienzos del siglo XX.

Clint Eastwood lo ha reconocido, nunca se anda con calculadas declaraciones de corrección política, pero aunque no lo hubiera hecho, tras ver la película, se hace evidente que la simpatía del narrador se abraza a favor de su protagonista: Sully. Si en la realidad, Sully pasó por un proceso infernal en el que se cuestionó su decisión y su profesionalidad, Eastwood no tiene duda alguna.