Cada vez que se estrena una incursión en el cine policíaco español, surge la tentación de hacer caja y revisar una verdad a medias. Parece indiscutible que el franquismo no cultivó este género que proyecta luz sobre las cloacas del poder. En apariencia no abundaron títulos porque en aquellos años de sangre y cárcel, los cuerpos policiales se dedicaban a la caza política mientras que la censura no veía con buenos ojos que, en el paraíso de su “excelencia”, pudieran asomarse a las pantallas los monstruos de su cara oculta.
En su empeño por reivindicar las habilidades de quienes sufren alguna singularidad que dificulta su interacción social, los guionistas de Hollywood van a conseguir que lamentemos no padecer algún tipo de desorden heredable y heredado. Estos excesos de buenismo hipócrita, alcanzaron un grado de estulticia extrema con Rain Man.
La chica del tren cuando se pone interesante trata de imitar el modelo de Lo que la verdad esconde. Cuando se espesa y se atraganta desemboca en el paradigma de un “estrenos tv”. O sea, en un subproducto de tensión descafeinada y guión imposible. Por si alguien todavía alberga dudas sobre su naturaleza, digamos que en la mayor parte de su metraje la película es obtusa como un ladrillo.
Hay dos líneas narrativas muy diferentes en este relato. Dos narraciones que se mueven en la misma geografía. Esas realidades, casi opuestas, sirven a Gianfranco Rosi para construir un filme estremecedor. Esa dualidad se pone de relieve en su mismo título: Fuego en el mar. No es tanto un proceso dialéctico como una combinación que no encaja. Un cruce que conmueve por lo que cuenta.
Convertida en una de esas agradables sorpresas que cada año nos depara el cine yanqui que no ambiciona premios sino captar la mirada del público, Verano en Brooklyn despliega una radiografía de personajes muy bien delineados. Un retrato coral de esa clase media, hombres y mujeres corrientes, que tienen hijos, que enviudan o se separan, que saben de la muerte y del amor y que deben enfrentarse al coste de la vida y a la escasez de dinero.
En Cayo Largo (1948), inolvidable filme de John Huston, el gángster protagonizado por un inmenso Edward G. Robinson, interpelado por Humphrey Bogart sobre qué quiere si tiene todo, responde: “Quiero más”. En un momento de Inferno, esta secuela de El código Da Vinci y Ángeles y demonios, un personaje también grita que quiere más.
Emily Dickinson nació y murió en Massachusetts. Vivió 55 años, casi siempre confinada en el interior de su casa. Buena parte de ellos, los últimos, apenas abandonaba su habitación. Y allí escribía. Sin aliento, sin pausa, sin lectores. Sólo una pequeña parte de su obra fue publicada. Corregida y traicionada por su editor; mientras vivió, (1830-1886), nadie, salvo su cuñada y su hermana, tuvieron acceso a esa descomunal tarea literaria que ahora, la consolida como una de las grandes voces poéticas del XIX. Un siglo con descomunales creadores, un tiempo en el que ser mujer estaba penalizado y ante el que Emily Dickinson se alzó sigilosamente como una mártir.
En este filme de Oliver Stone hay un detalle mínimo que a la inmensa mayoría le pasará desapercibido. Se nos dice que una de las películas favoritas de Snowden es Ghost in the Shell. Esa obra mayor del anime japonés -que está a punto de ser traicionada por Hollywood-, plantea el advenimiento del hombre nuevo. En realidad, de una mujer cuya identidad física resulta intangible porque su naturaleza reposa en la red informática. Snowden, el espía que se cansó de espiar y que denunció a su propio país, EE.UU., por su ilícito afán de controlar todo, era un patriota.
En los últimos segundos, cuando el personaje de Isabelle Huppert se retira de la habitación donde junto a sus hijos celebra la navidad y se queda a solas con su nieta, Mia Hansen-Løve parece subrayar la evidencia de una aceptación. Para muchos una claudicación. Para algunos, una derrota. Hasta llegar aquí, su crónica familiar ha recorrido en apenas unos meses, el desmoronamiento de un hogar aparentemente feliz, razonablemente acomodado.
La apariencia engaña. Hace unos días, Bayona posaba al lado de Sigourney Weaver. El director, bastante más joven que la oficial Ripley, parecía, ante la notable envergadura de la actriz, casi un niño. Nada parecía sugerir que, con el motor en marcha y la cámara abierta a la luz, Bayona se transforma en un gigante que impone su ley. En tres zancadas: El orfanato, Lo imposible y A Monster Calls, ha llegado más lejos que ningún otro director español.