Emily Dickinson nació y murió en Massachusetts. Vivió 55 años, casi siempre confinada en el interior de su casa. Buena parte de ellos, los últimos, apenas abandonaba su habitación. Y allí escribía. Sin aliento, sin pausa, sin lectores. Sólo una pequeña parte de su obra fue publicada. Corregida y traicionada por su editor; mientras vivió, (1830-1886), nadie, salvo su cuñada y su hermana, tuvieron acceso a esa descomunal tarea literaria que ahora, la consolida como una de las grandes voces poéticas del XIX. Un siglo con descomunales creadores, un tiempo en el que ser mujer estaba penalizado y ante el que Emily Dickinson se alzó sigilosamente como una mártir.
En este filme de Oliver Stone hay un detalle mínimo que a la inmensa mayoría le pasará desapercibido. Se nos dice que una de las películas favoritas de Snowden es Ghost in the Shell. Esa obra mayor del anime japonés -que está a punto de ser traicionada por Hollywood-, plantea el advenimiento del hombre nuevo. En realidad, de una mujer cuya identidad física resulta intangible porque su naturaleza reposa en la red informática. Snowden, el espía que se cansó de espiar y que denunció a su propio país, EE.UU., por su ilícito afán de controlar todo, era un patriota.
En los últimos segundos, cuando el personaje de Isabelle Huppert se retira de la habitación donde junto a sus hijos celebra la navidad y se queda a solas con su nieta, Mia Hansen-Løve parece subrayar la evidencia de una aceptación. Para muchos una claudicación. Para algunos, una derrota. Hasta llegar aquí, su crónica familiar ha recorrido en apenas unos meses, el desmoronamiento de un hogar aparentemente feliz, razonablemente acomodado.