La película china Xiang bei fang, de Liu Hao, destaca en una jornada con más películas que buen cine

Dos anuncios solventes y un cuento bello 

Si la calidad se resiente y se discute,  que al menos haya cantidad; esa parece ser la consigna de esta 63 edición que ayer ofreció cuatro películas en la Sección Oficial para desconsuelo de algún perezoso compañero de profesión. Tres venían a concurso y una, se ofrecía para su lapidación; sólo desde esa premisa de autoinmolación puede entenderse en el  Zinemaldia la presencia de Lejos del mar de Imanol Uribe. Pero de ella hablaremos aquí al lado.

De las tres obras que participan en la competición, la estadounidense Freeheld de Peter Sollett, la francesa, Les chevaliers blancs de Joachim Lafosse y la china Xiang bei fang de Liu Hao, solo esta última, un bello caramelo filmado con tanta elegancia y precisión como autocomplacencia, merecía estar aquí. Las dos primeras, tal vez en la semana de Cine y Derechos Humanos cabría haberles hecho un hueco en plan favor y para relleno.

Pero, cosas del público, pese a su escaso fuste, Freeheld puede alardear de haber recibido los mayores aplausos y las máximas humedades lacrimales por parte de los espectadores más tiernos que tal vez no sean mayoría pero lo parecen.

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Digamos que Freeheld comienza prometiendo lo que no es y culmina legitimando lo que no debe. En sus primeros compases, su realizador Peter Sollett, Sundance´s espécimen, amaga con regalarnos un thriller policial. Enseguida se evidencia que lo suyo será un melodrama romántico con dos chicas in love. Pero, finalmente, todo acaba siendo una tragedia –espectáculo sobre la reivindicación del matrimonio gay en la América de Obama con cáncer letal de por medio.

Basada en hechos reales (cada vez que se declara eso, se mancilla el buen nombre del cine documental), Freeheld podría haber sido fabricada por el departamento publicitario de Coca Cola o por el gabinete propagandístico de demócratas o republicanos, da lo mismo. O sea, hay poco cine entendido éste como  espacio de interrogación, y mucho oficio aplicado a la venta de una idea con perversa intención y utilizando todos los medios.

Bajo ese presupuesto de seria profesionalidad, Sollett nos deleita con un recital de manipulación en estado puro. Como cine policíaco, ver en acción a Julianne Moore, la Clarice de Hannibal, rememora antiguas sensaciones.  Como sucedáneo de Philadelphia al servicio de Moore Lewbosky y Ellen Page, vuelta a lo mismo. Como traca final sobre la lucha por el reconocimiento de los derechos de igualdad y el matrimonio gay, reencontrarse con un nuevo recital de decrepitud física y muerte servida por Moore sublima su presencia. Aquí Julianne Moore esta tres veces bien. Aquí, todos a su lado se contagian de su talento.

Todos menos el realizador, empeñado en vender algo que ya ha sido comprado. Si hacemos caso a lo que Freeheld muestra, el reconocimiento de los derechos de igualdad para matrimonios del mismo sexo, curas y judíos llevaron la voz cantante y policías y políticos también apoyaron lo suyo. Todos fueron excelentes, todos van de un buen rollo angelical. Y todos se comportan bajo máscaras de tópico y prejuicio.  De no ser porque el problema de la intolerancia sigue siendo realmente grave y no conviene  burlarse de ello, se diría que al final acaba provocando rechazo ante lo que parece defender.

Niños para salvar, niños para robar

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También el filme de  Joachim Lafosse, Les chevaliers blancs arranca diciendo que está basado en hechos reales aunque por la manera en la que se recrean esos hechos, en cuanto espectadores, echamos de menos más datos. Y no es porque no dure, porque dos horas para repetir lo mismo sin nada que decir, provocan una sensación de hartazgo y cansancio.

El relato de la odisea de Arnault, presidente de una ONG que busca en la África en guerra huérfanos para salvar, huérfanos para ser adoptados, se salda con una película en la que sus protagonistas, siempre en permanente estado de cabreo y discusión, más que mensajeros de la paz parecen gallos de pelea. Da igual que Vincent Lindon se empecine en alimentar un personaje del que, al final del filme, sabemos lo mismo que al principio.

Su mayor aportación, mostrar un pretexto para la reflexión y el debate. Pero la naturaleza de esa discusión, ya está clara en sus primeros quince minutos. A diferencia de Freeheld, aquí la realización acusa mucha más escasez de medios y bastante menos conocimiento de la carpintería cinematográfica, aunque sea al servicio de un anuncio.

Los tiempos olvidados

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La tercera película en la competición, la china Xiang bei fang de Liu Hao, aportó al menos la seriedad de un cineasta comprometido con su trabajo. Aquí los hechos no sucedieron en la realidad pero las emociones y sentimientos que Liu Hao convoca, rezuman más verdad, más piedad y conmoción que las dos obras antes citadas.

Englobado en la denominada “sexta generación”,  la que pertenece el también aquí presente Jia Zhangke, Liu Hao da un recital de serenidad y belleza, de capacidad de sugerencia y positivismo. El caldo de cultivo surge de las llamadas familias perdidas, unidades conyugales que, ante la premisa de tener un solo hijo por imposición legal, se quedan solos si la muerte temprana sobreviene a sus vástagos.

En exquisito blanco y negro que juega con todo tipo de gamas grises en un juego de impecable belleza plástica, en un contexto evocador muy próximo al que Jia Zhangke mostró en Naturaleza muerta y con un tono abiertamente lírico, Xiang bei fang  gira en torno a Xiao Ai. Se trata de una joven angelical a la que una arritmia en su corazón le señala con la muerte. Preocupada por la suerte de sus padres que viven en una separación pactada, su voluntad de que no se queden solos, sirve de motor para circular por un sociedad azotada por la transformación y  la metamorfosis.

Repleta de subrayados, no hay plano sin planificación ni secuencia sin significado.

Todo realza. Todo denota. Todo da más de lo que aparenta. Los reflejos, las sombras, los detalles del decorado… son mimados por Liu Hao hasta la extenuación. Todo al servicio de un filme que parece fundir la capacidad para emocionar del Zhang Yimou de sus primeros tiempos, con la frescura iconoclasta de cineastas como el citado Zhangke.

Cierto es que en ese proceso, Liu Hao se ensimisma con su protagonista, con ese ritmo hipnótico de la canción que repite una y otra vez y con sus propios escenarios. Pero no es menos cierto, que a cambio, da mucho.  

La víctima y la bestia en clave de delirio

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Si se traza una línea entre El proceso de Burgos (1979) y La fuga de Segovia (1981) para abrocharla a Lejos del mar (2015) y si luego hurgamos en su interior, veremos que todas ellas en común tienen el tema de ETA. En las primeras, Imanol Uribe rondaba los 30 años, en la última ha cumplido ya los 65. En 35 años las cosas han cambiado mucho y en 35 años, este director de cine también lo ha hecho.

Hace unos meses al hablar del cine vasco en un seminario sobre la cuestión, esbozaba una hipótesis sobre la posibilidad de cartografiarlo todo a partir de tres referencias extremas: Víctor Erice, Iván Zulueta y Eloy de la Iglesia.  Si proyectamos un espacio tridimensional entre esos tres vértices que ellos ejemplifican, tenemos que podríamos contener al resto de los integrantes de nuestro cine en los límites, entre las coordenadas, de ese espacio.

No se trata de calificarlos como mejores, cuestión secundaria, sino de señalarlos como los máximos exploradores de la capacidad de concretar los rasgos de un cine ubicado espacial y culturalmente en lo que comprende el término vasco. Los demás, pueden ser explicados, independientemente de su calidad, a partir de los confines que establecieron (y en el caso de Erice sigue estableciendo) estos tres. En sus respectivos mundos, nadie ha ido más lejos que ellos.

Lo que no esperaba encontrar, y ahora Lejos del mar parece intentar hacer, es algo que supere uno de esos límites. Naturalmente, la muga que Lejos del mar pretende saltarse pertenece al tercero de los citados, al Eloy de la Iglesia que, cuando Uribe filmaba La muerte de Mikel,buceaba en El pico y El pico 2. O sea, Uribe, como el Eloy de la Iglesia de su tiempo álgido, el que vivía en aceleración constante y en continúa autoinmolación, retuerce los esquemas de la realidad, los datos de lo real, para pergeñar hipótesis sangrantes.

En Lejos del mar, y no me preocupa desvelar su argumento, Uribe idea la posibilidad de que una víctima, la hija de un militar asesinado por ETA, encuentre al autor de la muerte de su padre 27 años después. Le pegue dos tiros y lo deje medio muerto en la playa. Vuelva a por él y, como doctora de medicina que es, lo saque adelante. Luego entre arrebatos y con delirios, lo seduzca, se acueste con él y, finalmente, sufran  el acoso de la sociedad (la hermana y el amigo de él, la familia y amigos de ella y los representantes del pueblo llano ejemplificados en los padres y hermana de un toxicómano enfermo terminal), antes de la traca final.

Si Eloy de la Iglesia hubiera leído este argumento en 1985, sólo él se hubiera reído. Ahora se ríen los espectadores que,  en los momentos más dramáticos de la película, allí donde debiera reinar la congoja y el estremecimiento, sueltan carcajadas no por lo procaz del argumento, que no lo es, sino por lo mediocre y gratuito del relato. Mediocre pese al esfuerzo de sus dos principales protagonistas, ¿cuándo se hará un seguro para compensar a los actores por tener que hacer algunos papeles?, y gratuito porque nada aporta, nada denuncia, nada pregunta ni a nada responde.

El cine de Eloy de la Iglesia, discutible y discutido, fue hijo, tal vez bastardo pero hijo sin duda, de su tiempo y respondió a  un estado de la cuestión. Lejos del mar solo puede entenderse como el desesperado intento de un director por seguir figurando en un panorama en el que, ésta es la prueba, no tiene nada que decir. Entonces: ¿coherencia? No, tan solo ofuscación y deseo de ser mirado probablemente a destiempo.

Si Uribe pensaba que aquí tenía una suerte de Ocho apellidos vascos en clave de melodrama violento, se equivoca. Olvida la sentencia de Marx, aquello de que la Historia se repite, primero como tragedia y después como farsa.  Y también olvida que esta historia ya la hemos superado. En concreto lo hicimos hace 30 años con Eloy de la Iglesia y el citado “pico”.

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