Villaronga presentó su aventura cubana y Moira, de Tutberidze, aporta rigor y coherencia

Del calor tropical al frío georgiano

Si la recta final no lo remedia, todo indica que la sección oficial de la 63 edición se cerrará con más pena que gloria y con una desasosegante sensación de déjà vu. Tras la presentación de El rey de La Habana de Agustí Villaronga y de Moira, del cineasta georgiano Levan Tutberidze, nada parece haber cambiado. Otra vez estamos ante un nuevo día de la marmota. De nuevo el ciclo se repite y esa obstinada reiteración empieza a resultar incómoda. Un  repaso a vuela pluma por todo lo aquí visto, a juzgar por las opiniones publicadas, nos dice que será otra vez el protagonista de El secreto de sus ojos, o sea Ricardo Darín, quien salve los muebles y que, a su lado, brille Javier Cámara, esa otra presencia siempre solvente, siempre eficaz, siempre creíble y para el Zinemaldia casi vital. Luego hablaremos de pedreas, del cine de casa que es quien al final mejora al festival, de esas pequeñas aportaciones con las que nadie contaba y ¿quién sabe? si de alguna sorpresa. La de Moira quizá podría sumarse, desde su fragilidad de país en (re)construcción, a la galería de las obras premiadas. Pero la tónica general es gris, tan gris como el cielo de estos días.

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Pero empecemos por El rey de La Habana, por la película del director de Pa negre, película que aquí tuvo su debut y de la que se nos recuerda en la publicidad que ganó nueve goyas. Edificada sobre la prosa de la novela de Pedro Juan Gutiérrez, Villaronga se lanza a tumba abierta a la compleja tarea de adaptar un melodrama excesivo tejido en uno de los momentos históricos más azotados por la miseria en la reciente historia de Cuba.

Estamos en los años 90 y Villaronga, un cineasta de escritura canónica y contenidos crueles, en apenas tres minutos nos depara uno de esos comienzos que dejan al espectador con la boca abierta. Abre el plano con una imagen muchas veces retratada. Dos adolescentes se aplican con ímpetu a masturbarse mientras, escondidos, entre las rendijas, observan los movimientos voluptuosos de una joven consciente de que está siendo deseada.

El tono, es de comedia, pero en un relámpago, Villaronga acumula un suicidio, una muerte accidental, una angina de pecho letal y señala a un reo inocente que carga con toda la culpa. Todo eso que, para contarlo, otros necesitarían una película entera, Villaronga lo despacha en menos tiempo que el que dedica a los títulos de apertura.  El autor de Tras el cristal, un hombre que jamás lo ha tenido fácil en esta profesión, siempre aporta interés y valía en sus realizaciones pero aquí, en El rey de La Habana, su apuesta  resulta altamente desconcertante en la forma y presumiblemente fallida por el contenido.

Todo resulta exuberante, artificial, desmesurado. Las andanzas de su principal protagonista, un mulato cuyo rasgo dominante es su buena dotación genital y su permanente necesidad de desahogo, es enfrentada por Villaronga con la misma ligereza con la que Pasolini acometía su trilogía de la vida. Aquí como allí, los cuerpos se funden y los géneros se confunden. Puro deleite erótico en una sociedad en ruinas. En la atmósfera que convoca Villaronga se diría que sobrevuela aquella sensación de vertedero social delDodeskaden de Kurosawa con el desparpajo libinidoso de Walerian Borowczyk. Se comprende por qué Villaronga ha asumido esta adaptación. Se reconocen algunos de sus estilemas y, naturalmente, en su interior se acunan esos temas que le definen y le retratan. Pero, para un autor que ha recreado con lucidez y ferocidad las miserias del franquismo, la represión sexual y el despertar a la vida, su acercamiento a Cuba no consigue sortear la sensación del cartón piedra de lo imitado. Tampoco le ayuda un reparto cuyos rasgos autóctonos dan autenticidad a los personajes pero cuyo talento interpretativo aparece como muy irregular. Lejos de la solidez de Pa negreEl rey de La Habanaaporta el valor de asumir un reto tan resbaladizo como difícil y la coherencia de mantenerse firme a un modelo más crispado que singular.

La ley de la calle georgiana

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Levan Tutberidze nació un 24 de diciembre de 1959. O sea, Levan Tutberidze no es ningún recién llegado aunque para nosotros sea (casi) desconocido. Su película nada tiene que ver con el de la también bien armada y ajustada Sparrows, aunque la pobreza de sus recursos pueda entenderse como el resultado de esa primera película resuelta con más voluntad que medios.

Su factura modesta se debe a la realidad de ese país donde nace, Georgia, y del que en Moira se da noticia a través de una crónica triste de melodrama familiar y violencia en el aire. Desde el primer compás,  Tutberidze señala que no va a haber truculencias ni altisonancias. Su filme comienza con la salida de la cárcel de Mamuka, el hijo mayor de una familia resquebrajada en buena medida por su causa, una causa que nunca se desvela plenamente.

En la puerta del presidio, le espera el hermano menor. En casa, también le aguarda un padre en silla de ruedas. La madre se gana la vida como cantante en Grecia, a donde tuvo que marcharse tras la detención del hijo para poder mantener la familia. El cuadro es, obviamente, desolador. Con planos de sobria simetría y austeridad, cámara calma y evitando todo atisbo de efectismos, Moira, nombre del pequeño barco pesquero con el que Mamuka pretende poner a flote a su familia, desgrana el periplo de una rehabilitación.

La relación entre los dos hermanos, el respeto y fascinación que el menor le muestra al primogénito y el pasado como presidiario que éste arrastra, rememora el escenario de La ley de la calle de Coppola. Pero las intenciones de Tutberidze no miran a la épica del western sino al drama de lo real. Y en Moira al público se le invita a recorrer el camino de redención y sacrificio de su principal protagonista. Un via crucis al que Tutberidze solo fuerza en su estructura interna mínimamente. Lo hace por acumulación de sucesos, con la intención de subrayar ese destino fatal que arma su dramaturgia.

El caso es que Moira, en cuanto propuesta cinematográfica, no resulta novedosa ni excepcional, pero al menos rezuma oficio y respeto por sus espectadores y con lo que cuenta; la radiografía de un país que se desangra plasmada sin concesiones, pero con piedad.

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