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El baile del fin del mundo
Título Original: LA GRANDE BELLEZZA Dirección: Paolo Sorrentino Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso, Iaia Forte y Pamela Villoresi Nacionalidad: Italia. Francia. 2013 Duración: 142 minutos ESTRENO: Diciembre 2013
Deshagámonos de lo obvio. O sea de Federico Fellini. De La dolce vita, de Roma y de 8 y medio. No porque el cine del maestro de La Strada sea evidente, sino porque parece obligado hablar de Fellini al contemplar La gran belleza. El problema al rememorar su sombra y su peso, es que si solo miramos las huellas perceptibles de ese toque felliniano en este filme, no veremos lo que aquí hay de Sorrentino. Y conviene aclararlo inmediatamente, La gran belleza es sobre todo puro Sorrentino.
Con un cañonazo se abre La gran belleza. Un pistoletazo de salida porque todo lo que viene a continuación es una carrera frenética, un baile agotador, una coreografía barroca. Algo así como el gran guiñol de la comedia del mundo. La primera secuencia, es propiamente el epílogo. Acontece de día y en un escenario de geometrías precisas, de cámaras que sobrevuelan una arquitectura de simetrías y equilibrios. Sorrentino nos descubre Roma. Y en ella, a un grupo de turistas abrumados. Asistimos entonces a la maldición Stendhal en registro hiperbólico. Entonces, un visitante oriental, cae fulminado. Ha caído al retratar la ciudad eterna. ¿La belleza romana lo ha matado?
La siguiente secuencia es nocturna. También en un alto. Una terraza. Suena Rafaella Carrá, los convidados gritan que no se acabe el mambo y luego, a los sones de La Banda Loca, a un lado los hombres, al otro, las mujeres. Se trata de una estrategia de batalla. Con pasos acompasados, ellas y ellos, se sincronizan para rendir culto a “la colita”. Gritos agudos frente a gruñidos masculinos. Nadie mira a Roma, solo miran al sexo. Ninguno muere. Tan solo, al terminar, queda algún borracho.
Con ese movimiento dialéctico arranca esta obra empeñada en diseccionar la decadencia de la Italia post-Berlusconi. Algo semejante, juego de contrastes, usó Sorrentino para ilustrar el enigma biográfico que significó Il divo. Era su manera de (des)dibujar al siete veces primer ministro Giulio Andreotti. El caimán y su ferocidad, el político y su avaricia de poder. Sorrentino convertía a Andreotti en una suerte de conde Drácula del siglo XX. En La gran belleza sobrevuela, ciertamente, un caimán distinto, el recuerdo de Marcello Mastroianni. Y bastaría enfrentar cualquiera de sus personajes con el que interpreta Toni Servillo, cuyo atractivo físico resulta menos impactante, para comprender qué ha cambiado.
Aunque he querido obviar a Fellini al comienzo de esta crónica, es obligado convocarlo para contrastar lo que parece imponerse sin remedio en este retrato. Tanto Fellini en los años 60 y 70 como Sorrentino en estos momentos, construyen frescos en los que se revela la huella de sus respectivos tiempos. La Roma de Fellini huía del fantasma del fascismo y de la pesadilla de la muerte; la de Sorrentino, no logra zafarse del hedor de Berlusconi. Los personajes de Marcelo galopaban sin rumbo pero buscaban el amor o al menos el placer del sexo; el personaje que asume Toni Servillo, absorbe los paradigmas de la frustración. Es escritor de un solo libro que nunca más repitió. Es el amante de la noche en una noche en la que lo que le rodea se muere sin remedio. Y entre las muchas subtramas que La gran belleza posee, Sorrentino se aplica con crueldad contra el arte contemporáneo. Caricaturiza monigotes en los que se adivina gentes como Abramovic. Sugiere que la belleza pertenece al pasado; el presente, esperpento. Un presente en el que la inteligencia es pasto del patetismo. Su personaje principal pasea una triste figura. Y en su honor suena de vez en cuando el Dies Irae de Preisner. Filme inmenso, lúcido, doloroso, excesivo, discutible, mastodóntico. Parece Fellini pero es, también, un Pasolini malherido.