Filmado como si fuera una escena de fantasmas, “Todos somos Jane” se abre en medio de una gala social en Chicago. Arranca con un fundido en negro y con la voz en off de algunas proclamas. No cuesta trabajo percibir que se trata de una fiesta convencional de discursos protocolarios y espejo de vanidades.
No hay nada gratuito en que María Elorza (Vitoria-Gasteiz, 1988) utilice a Virgilio consciente de lo que eso implica. Con menos venialidad de la que aparenta, Elorza da una vuelta de tuerca y, con ella, una apenas perceptible pero inevitable ruptura conceptual sobre lo que (nos) acontece en este arranque del siglo XXI.
Para regatear al asombro y/o el desconcierto que puede ocasionar la visión de “Miss Marx”, resulta reparador volver a repasar o simplemente ver si no se vio en su momento, “Nico 1988” (2017), tercer largometraje de Susanna Nicchiarelli.
En el devenir de Mounia Meddour (Moscú, 1978), como en un palimpsesto identitario, se inscribe la verdadera escritura que sostiene “Papicha”, un filme que habla de “sueños de libertad” pero que lo hace desde una voluntaria superficialidad que ¿banaliza? la tragedia sobre la que cabalga. Desvelemos. Mounia, hija del director de cine argelino Azzedine Meddour, nació en la URSS porque su madre es rusa. Sin embargo su nacionalidad es argelina y francesa.
Desde el primer instante Mimi Leder deja ver sus cartas. La pantalla se llena de tonos grises, negros, marrones,… Un desfile de personajes que se mueven como autómatas penetra en un edificio.
Tras unas imágenes de archivo que sirven para documentar cómo cambió el mundo en el comienzo de los 70, un golpe brusco nos devuelve a la realidad (re)creada. La autenticidad de un grupo de hippies setenteros da paso al artificio de la vida de provincias en la Suiza profunda de 1971. Allí, con carácter de confesión personal, de diario que rememora lo que parece una autobiografía, se despliega un filme creado para gustar.