Tras el confinamiento, con la reapertura de las salas, “Pinocho” (a)pareció como la gran esperanza para que el sector comercial de la exhibición cinematográfica pudiera recuperarse. Formaba junto a “Pocahontas” y “Tenet”, la trinidad de la esperanza.

La secuencia que abre “Madre oscura”, un susto de catálogo con descenso a un tenebroso sótano de una joven que incumple todos los protocolos del sentido común, se cierra en falso. Tras los créditos comienza algo que aconteció cinco días antes de lo visto.

Esta vieja guardia de guerreros ¿inmortales? sabe de la maldición de los vampiros. Como ellos, ven cómo la muerte, siglo tras siglo, devora a la humanidad y un sentimiento trágico de soledad inevitable les provoca un amargo quebranto existencial. Esa es la naturaleza de estos mercenarios que, en su primera secuencia, escenifican un regalo muy especial entre dos de ellos.

En 1995, cuando Joe Johnston, con la complicidad de Robin Williams, presentaba con enorme éxito el primer “Jumanji”, sabía que partía de un buen relato y que tenía a su servicio a un excelente plantel, con el citado Williams a la cabeza. La semilla original había que buscarla algunos años antes, en 1981, cuando Chris Van Allsburg presentó un pequeño relato infantil con el que ganó uno de los más prestigiosos premios de novela ilustrada.

Al finalizar la proyección de “Maléfica”, en la abarrotada sesión de la tarde de un sábado en la que participé muy a mi pesar, un niño de unos 8 años, en medio de un murmullo de aprobación ante la conclusión de este cuento de madrastras y príncipes, gritó: “Viva el amor”. La proclama fue aprobada con sonrisas y algún aplauso. Había unanimidad. Estaban casi todos de acuerdo. Y aunque es evidente que, con esa edad, el amor pertenece más al reino de lo metafísico que de lo físico, la chavalería daba muestras de haberlo pasado bien.

“Hellboy” tuvo un padre al que le debe su ADN primigenio: el ilustrador y escritor de cómic californiano, Mike Mignola (Berkely, 1960). Pero en su traspaso al cine, “Hellboy” se encontró con un padrino que no se conformó con ilustrar lo que había nacido para las páginas impresas, sino que le confirió ecos de su propia existencia.

Sin duda, el título evocará en el buen aficionado la histórica película de Jack Arnold, “The Incredible Shrinking Man” (1957) obra que, a su vez, iluminó parte del hacer de Almodóvar en “Hable con ella”. El cine -la cultura- tiene esas cosas, entremezcla ecos que aparentemente nunca hubiéramos imaginado juntos y crea extrañas sinfonías.