Cerca de dos años ha tardado este singular y extraordinario trabajo en poder llegar a los cines comerciales. En el Zinemaldia de 2015 empezó su carrera pública. Allí se supo que el trabajo dirigido por Pedro Rivero y Alberto Vázquez era una de esas exquisiteces tan deslumbrante como bizarra. En la ceremonia del Goya celebrada el pasado mes de febrero de 2017, todo su equipo levantaba el cabezón a la mejor película hecha con dibujos animados, en medio de una algarabía jubilosa.

De manera más o menos evidente, a las mascotas se les atribuyen virtudes para alejar desgracias y/o (a)traer buena suerte. Y estas Mascotas han llegado en el verano de 2016 con mucho más que buenaventura bajo el brazo. Por lo pronto, a la vista de los consecutivos hundimientos de la programada cultura mainstream para el verano de 2016, digamos que Mascotas es la excepción y ofrece la mejor garantía de propiciar un buen rato tanto a la chavalería como a quienes entienden que un filme de animación también puede ser cine mayúsculo.

Probablemente, la obra cumbre del hacer de Pixar se llama Toy Story 1, 2 y 3, una trilogía a la altura de El padrino. Pero fue en Buscando a Nemo, donde el estudio liderado por John Lasseter formuló su mayor aportación al relato contemporáneo. Recuerden. La estructura del cuento clásico, narración de iniciación y aprendizaje que se relata a los niños para que empiecen a despegarse de los lazos de sus progenitores, repite un hecho común: la desaparición de las figuras paternas y la necesidad de enfrentarse al mundo por sí mismos.

Un análisis al argumento de El niño y la bestia sugiere, al menos, cuatro niveles en su entramado. Pero, en su interior, esas cuatro capas de significación, al fundirse entre sí, dotan al conjunto de un sofisticado y sobrecargado relato de relatos no fácil de discernir y nunca culpable de incurrir en perfiles maniqueos. Comencemos por la apertura. El filme transcurre entre dos mundos, dos universos unidos por una pequeña brecha que hace posible, de manera extraordinaria, (tras)pasar de un lado a otro.

En un documental de visión aconsejable, The Kingdom of Dreams and Madness, Mani Sunada desnuda el canto del cisne del Estudio Ghibli. Sin espacio aquí para abundar en lo que eso significa, basta referir que Sunada narra allí el proceso de gestación de El viento se levanta de Miyazaki y El cuento de la princesa Kaguya de Takahata. O sea, las últimas batallas de los dos hombres fuertes de un estudio de leyenda.

Hacia el final de su metraje y por un fugaz momento, la sombra de Totoro parece que va a ser convocada en El recuerdo de Marnie. Corresponde al momento en que dos personajes se internan en un bosque llevando sendos paraguas abiertos. No aparece el fantástico personaje emblema de la factoría Ghibli, Totoro, pero eso no impide que percibamos el aliento de Hayao Miyazaki en todo el filme.

El nombre de Byron Howard, tal vez no despierte los mismos entusiasmos que provocan John Lasseter (por cierto productor de Zootropolis) y Hayao Miyazaki pero, no lo duden, estamos ante uno de los directores de animación más notable de los últimos tiempos. Bastaría con recordar que su mano y su mirada forjaron filmes como Bolt (2008) y Enredados (2010), donde figuraba como co-director, para entender el por qué de la alta eficacia y notable calidad de esta película, menos (in)ofensiva de lo que creen. Para llegar a dirigir en solitario como ahora hace, Howard (1968), lleva veinte años en la industria de la animación.

En la anterior entrega de Pixar, Del revés, la factoría daba peligrosas señales de agotamiento pese a que muchas reseñas críticas no lo querían ver. De hecho, nunca como hasta ese momento, en su zona central, un filme de Pixar había necesitado saquear legados ajenos. Pese a sus muchos aciertos, a Del revés le faltaba aire. En su férrea estructura. la rigidez de la misma le quitaba su mejor virtud, la capacidad de abrazarse a la heterodoxia para reinventar lo inventado.

En esa maravillosa trilogía, obra cumbre del cine de animación, llamada Toy Story, fugazmente, en el episodio de su conclusión, se veía la figura de Totoro, la criatura más (a)preciada del universo de Miyazaki. Y esa presencia era un homenaje, un cameo entendible como un acto sincero de respeto y complicidad. No es ningún secreto que Lasseter, padre de Pixar y reencarnación de Disney en la Disney del siglo XXI, admira la obra del cofundador de los estudios Ghibli.

Puede que para el público ajeno al mundo del anime Capitán Harlock solo sea uno más de esos japonesismos extraños, descendientes de Heidi y propios de un submundo habitado por otakus y freakies occidentales. Para los iniciados, Harlock es un clásico, un referente icónico lleno de reverberaciones.