Dura 141 minutos pero no pesan. Su reloj camina deprisa, con sorpresas imprevistas, sin dejar aliento. De hecho, cuando llega el desenlace surge un lamento; se quisiera saber algo más de todo ese estruendo de fondo que, a lo largo de esas dos horas, Goddard organiza en un espacio y tiempo fronterizos.
Tras el título de “I hate New York” se vislumbra mucho trabajo, una militancia latente y la negación de su título. Los protagonistas que deambulan por sus recovecos aman Nueva York. Ellos son parte de Nueva York. Al menos representan ese mundo fiestero y canalla habitado por personajes extravagantes que se debaten entre la interrogación por su identidad y una irreprimible querencia por el mundo del glamour y el espectáculo.
No hay concesión hacia el público que guste del orden, buen gusto y películas que abrazan el principio aristotélico de presentación, nudo y desenlace. Aunque no lo parezca, esto último, un relato, sí acontece en “Mandy”, pero en clave de delirio. El filme de Panos Cosmatos, hijo de George P. Cosmatos, amanece a ritmo de King Crimson para cantar a un crepúsculo.