Shinya Tsukamoto, el Johnny Rotten del cine japonés a quien le debemos uno de los personajes más psicotrónicos de la historia del cine contemporáneo, “Tetsuo, el hombre de hierro”, mostraba su preocupación por el diezmo vital que supone para Japón la alta tasa de suicidios juveniles. Para quien conoce la ferocidad de sus puñetazos audiovisuales, su inquietud y su dolor, adquiría un eco estruendoso al percibir la enorme dimensión de la sangría permanente que vive un país que tiene en el sacrificio ritual de los “47 Ronin” su “Mío Cid” de ojos sin párpados caucásicos.

El pretexto argumental de El insulto no sorprende. Quiere mostrar esa espiral de ofensas y tensiones que comienzan con una estupidez venial y culminan con una batalla sangrienta. Como en El hombre de al lado (2009) de Cohn y Duprat, lo que arma de sentido con vocación aleccionadora a El insulto, tiene como centro de acción un enfrentamiento vecinal.

¿Qué hace el padre de la comedia madrileña al frente de una historia que transcurre en la Barcelona actual? Básicamente reafirmarse en sus señas de identidad. Atrincherarse en una manera de entender el cine abrochado al humor y la sal gruesa. Recapitulemos.

La primera reacción tras ver La muerte de Stalin nos interpela con una cuestión: qué hubiera pasado si este filme se hubiera realizado hace cincuenta o sesenta años. Es decir, en plena guerra fría. En el tiempo de los hechos aquí narrados. Lo que aquí se desvela gira en torno a los últimos días de vida de Stalin.

A la vista de Loving Pablo (2017), película rodada en inglés sobre ese narcotraficante colombiano convertido en un Capone del siglo XXI, surge una pregunta: ¿quién ha cambiado más, los Javier Barden y Penélope Cruz de Jamón, Jamón (1992) o el Fernando León de Aranoa de Familia (1997) y Barrio (1998)?

Habría que preguntarse por qué dos de los directores que mejor han sabido desvelar el núcleo duro del freakismo y el arrabal cañí, Alex de la Iglesia y Santiago Segura, ahora, en 2018, con apenas unas semanas de diferencia, estrenan sus últimas películas levantadas sobre historias ajenas.

Caminar por el filo de lo grotesco se suele hacer o bien desde la insensatez temeraria o bien desde el arrojo inteligente. El contenido que nos aguarda en este viaje al averno de Paul Urkijo ni teme al ridículo ni se esconde en lo convencional.

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Todo funcionó con la precisión de un reloj atómico. Ninguna sorpresa, ningún error, todas a una y uno para todos. El guión se ejecutó con respeto. Las previsiones se cumplieron. Fue la de ayer, una quiniela fácil. Bastaba con leer los premios cinematográficos anteriores para clavar el palmarés. A falta de suspense lo que sí hubo fue alguna paradoja y muchos símbolos.