Sobre la lona blanca de un ring, un pequeño charco de sangre establece el punto de fuga. Él es el comienzo de la clausura del periplo de Tonya, la “poligonera” del patinaje artístico. Consciente de que extraer la verdad de una historia en la que sus protagonistas siguen vivos y mantienen feroz disputa por “lo que pasó”, Gillespie construye la película como un cruce de géneros. Un híbrido que sorprende, incomoda e incluso indigesta.

En muchas de las empresas que Ridley Scott organiza, más allá de géneros, épocas y calidades, se suele dar una constante. Debajo de lo visible, tras la puesta en escena, Scott parece obsesionarse con el tema de la paternidad y el enigma del origen. El conflicto entre el hijo de sangre y el discípulo precoz, sobrevuela en sus más aplaudidas películas.

Hubo un tiempo en el que, en apenas unos segundos, el público avisado era capaz de saber desde qué país se había hecho cualquier filme de animación. Las escuelas de cada territorio ofrecían unas ideas claras y una estética reconocible. Y dentro de cada una de ellas, también los diferentes autores, en los casos más relevantes, aportaban un libro de estilo propio y reconocible.