El título original de “Hacia la luz” se resuelve, en la caligrafía japonesa, con un bello kanji, un arabesco que, si se repara en él, puede percibirse como algo azorado; un abrazo tenso e intenso sostenido en un frágil equilibrio que se eleva hacia el cielo. Es un símbolo de seis trazos enhebrados por una coreografía gestual de armonía evidente.

A priori, tras haber digerido en los últimos años las incursiones de Guy Ritchie con un Sherlock Holmes protagonizado por Robert Downey Jr y con Jude Law como el doctor Watson, una anfetamínica adaptación que pone al célebre detective en un estado febril contenido por el opio y la adrenalina, cabía pensar que podría ser esa la dirección que tomaría Branagh.

A esta Liga de la Justicia se le ha roto el encanto. En su deseo de ir cada vez más lejos, en su apuesta circense por superar lo insuperable, se ha quedado sin aliento. Si la anterior entrega terminó con la muerte de Superman, lo que dada la obviedad de su simbolismo, era la muerte de Cristo, la actual entrega no tenía otro remedio que enfrentarse al día de después, o sea el día del apocalipsis.

A partir de un relato casi iniciático con el que debutó hace 30 años Javier Cercas, Martín Cuenca, buen lector y sólido profesional del lenguaje cinematográfico, alumbra este trabajo. Durante mucho tiempo se pensó en llamarlo como la obra original, El móvil; finalmente, se impuso “el autor”, probablemente porque la palabra móvil ha sido colonizada por las terminales telefónicas, algo que en 1987 todavía no había ocurrido.

Una creencia discutible, pero razonada, expone que la obra de Isabel Coixet podría articularse entre las películas que rueda en inglés, -las buenas-, y las que hace en castellano, que si no malas, son peores. No sería del todo exacto, pero algo de ello podría sostenerse.

Para bien o para mal, Ruben Östlund traspasa el límite de la corrección. Su cine, formalmente controlado, perversamente contemporáneo, alcanzó su plenitud con Fuerza mayor, un filme atípico de argumento aparentemente convencional, pero de largo alcance. La historia de una familia de clase acomodada, que disfruta de un fin de semana en una lujosa estación de esquí, servía para desmitificar la figura del padre, un macho alfa con ínfulas de alto ejecutivo y ADN de mediocre paternidad.

A ghost story es lo que su título afirma, una historia de fantasmas. Lo que no dice su título es que ese relato se abisma en lo fantasmático no desde las leyes del género, a golpe de susto y sobresalto, sino desde la angustia, desde la huella borrosa de lo que ayer fue y hoy solo es ausencia. David Lowery (Wisconsin,1980) corre muchos riesgos.

La comedia romántica, aunque se tiña de melodrama y sepa del dolor, gusta pilotar naves ligeras en cuyo interior abundan diálogos rápidos y situaciones cotidianas; puro costumbrismo en el que se refleja de un modo u otro quien lo mira. Más exactamente, ve comportamientos y situaciones que reconocen en ellos mismos o/y en quienes les rodean.