El cine de Pablo Larrain siempre incomoda, siempre acaba escociendo. Por más que se escriba que 2016 ha sido su año -(ha estrenado dos películas, Neruda y Jackie y en EE.UU. se presentó también su filme anterior, El club)-, Larrain dista mucho de asemejarse al fabricante de tragaóscares, el mexicano González Iñárritu. Tal vez para un yanqui miope, la latinidad de Larrain lo emparente con Iñárritu, pero ciertamente la acidez de los textos de este chileno de familia bien y de cine virulento, alcanza extremos al alcance de muy pocos.

Lo avisa el título, como si su realizador, Guillermo García López, quisiera reconocer que este documental galardonado con el Goya de 2016 -qué perezosamente se selecciona el cine documental todos los años- fuera consciente de que su reportaje carece de equilibrio y no anda sobrado de rigor. Pero eso no significa que carezca de interés, porque interesante… es mucho. Y lo es por dos razones decisivas.

Hasta la mitad del metraje, el reencuentro con Bellocchio se contempla bien. Su filme tiene un interés notable y aunque su prosa es de las que ya no se estilan, cosas de la edad, es obvio que el cineasta italiano sabe dirigir y construye filmes con fundamento. Tal vez con demasiado fundamento. Pero claro, Marco Bellocchio ha cumplido 77 años. Debutó en la segunda mitad de los sesenta, cuando los grandes maestros de la generación dorada del cine italiano brillaban en el mundo entero.