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Título Original: ROGUE ONE: A STAR WARS STORY Dirección: Gareth Edwards Guión: Chris Weitz, Tony Gilroy (Hª: J. Knoll, G. Whitta; Pjes: G.Lucas) Intérpretes: Felicity Jones, Diego Luna, Ben Mendelsohn, Donnie Yen País: EE.UU. 2016 Duración: 133 min. ESTRENO: Diciembre 2016

Ubicado en el vértice temporal entre la primera y la segunda entrega de la trilogía Star Wars, la que va de su reiteración edulcorada al modelo primigenio, Rogue One se presenta como el primer spin-off de la mitificada epopeya de Georges Lucas inspirada por el Akira Kurosawa de la épica samurai. Su producción se ha realizado casi en el mismo tiempo en el que se trabaja el segundo capítulo de la nueva trilogía. Su relato se encuentra temporalmente entre La venganza de los Sith (2005) y A New Hope (1977).
Estamos pues, ante una cronografía que llena de alborozo a los iniciados y que desconcierta e incluso apabulla a quienes poco o nada saben de todo esto. Pero, aunque solo fuera porque lo que empezó en 1977 sigue al frente de la cartelera comercial cuarenta años después, analizar este fenómeno merecería la pena.
Ese sería el primer toque de atención. Saber que estamos ante un referente que significa algo más que cualquier otra propuesta cinematográfica. Dicho de otro modo, no es posible adentrarse en Star Wars con la misma distancia y actitud con la que nos enfrentamos a cualquier otro título.
Del argumento fuerte de Rogue One digamos lo esencial, volvemos a toparnos con la figura del padre. Si Freud hubiera tenido estos textos en su época, habría extraído oro líquido del edípico complejo que ha convertido esta colección de aventuras en una suerte de oráculo del tiempo presente. En su bíblica concepción maniquea del mundo, en ese péndulo confuso entre el bien y el mal, se vislumbra la indolencia moral de una sociedad capaz de desayunar imperturbable con miles de muertos en la pantalla de la televisión para preocuparse por el mal partido del equipo de casa.
En los años negros del stalinismo, en ese período de tiempo enhebrado por la invasión nazi de la URSS y su posterior derrota definitiva, el dictador ruso aplicó una curiosa manipulación de la historia. En los años 30 y buena parte de los 40, los archivos históricos comenzaron a mutar. Así, aquellas fotografías que daban nota de los héroes de la revolución bolchevique, aquellas imágenes de los días gloriosos de la URSS, se desertizaban poco a poco. Trotski desaparecía del lado de Lenin y Stalin, y poco a poco se quedó solo. Con Star Wars la avaricia del negocio actúa de manera totalmente opuesta. Para explotar el fenómeno, aquella imagen del grupo inicial da paso a una legión de nuevos personajes. En uno u otro caso, ficción o realidad, todo se diluye, nada permanece.
No diré nada de los protagonistas de Rogue One pero, a este paso, en esa operación de reinventar la historia original los héroes fundacionales de las primeras entregas se convertirán en personajes secundarios. Eso le ocurrió a Clint Eastwood con Sergio Leone quien, finalmente, decidió no trabajar con el director italiano porque en cada nueva entrega, su papel pasaba más desapercibido entre repartos cada día más corales, cada vez más imprecisos.
Bajo esa premisa, lo que ha hecho el director de Rogue One, Gareth Edwards, actúa con una lógica aplastante. En ese sentido, al tener que encajarse con lo ya filmado, nos enfrentamos a un desenlace que, quienes están iniciados en Star Wars, pueden prever. No hay problema en ello, lo evidente, lo obvio es que Rogue One no logra la rotundidad de El despertar de la Fuerza (2015), pero supera con nota la desmayada desgana de la segunda, en realidad primera, trilogía al completo. Como está arrasando, la Disney no para de bucear en subtramas periféricas, en pequeños detalles para formalizar más episodios. Ya se anuncian cuatro nuevos títulos. El único problema de este proceder reside en la (in)necesaria inclusión en las nuevas entregas de los personajes originarios y sus originales intérpretes. Es el caso de la tierna princesa Leia, que acaba convertida en una suerte de escalofriante réplica del curioso caso de Benjamin Button.

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