Acantilado combina, en su arranque, dos imágenes primigenias del origen de la sociedad humana: el agua y el fuego. Luego, a continuación, Helena Taberna, su directora y coguionista, escenifica un ritual de muerte; un multitudinario sacrificio humano que dará lugar a un filme de acción y misterio. Su argumento bebe libremente de la novela El contenido del silencio de Lucía Etxebarría. Y su factura se adentra decididamente en ese territorio de la clase media del cine español que, con mayor o menor fortuna, directores como Alberto Rodríguez, Daniel Monzón y Enrique Urbizu, tratan de sostener
A Tim Burton se le lapidó por su excéntrica versión de Alicia en el país de las maravillas (2011). Enfadaron las libertades argumentales y el cambio de la edad de la protagonista. Su Alicia no era la niña a punto de (pre)sentir las turbaciones de una adolescente. Era una joven que se enfrentaba a su iniciación sexual y a su compromiso matrimonial en un clima donde lo que estaba en juego era la independencia de la mujer y la renuncia en la vida adulta al mundo de la fantasía.
Desde hace unos cuantos años, el cine francés, territorio abonado para el llamado cine de autor, ha sabido cultivar un tipo de películas amables destinadas a un público adulto. En el país de la Nouvelle Vague, en la cuna de los Godard, Marker, Resnais, Rivette y compañía, hay en pleno siglo XXI un sitio para una serie de producciones abiertamente comerciales que son las que sostienen el peso de su industria. Un modelo que el cine español no ha conseguido conformar y en el que abundan títulos cómodos para una experiencia agradecida.