En el último suspiro de “Explota, explota”, Raffaella Carrà sonríe a la cámara por un breve instante. Aparece dirigiendo el tráfico en un cameo intencionado del realizador porque, en efecto, sin sus canciones, esta película no existiría. Son ellas y el recuerdo que convocan, quienes conforman y dirigen la naturaleza de esta cita con el cine popular español de los años 60 y 70.

Las crónicas periodísticas publicadas en los primeros momentos decían que esta adaptación cinematográfica de “Cats” era “cat/astrófica”, y decía bien. Esta era una de esas decenas de juegos retóricos con los que se ha buscado provocar la hilaridad para recompensar a quienes han sufrido las consecuencias de haberla visto.

La misma usura empresarial e idéntico hambre de beneficios que sostenían a “Bohemian Rapsody” asisten a “Rocketman”, con el anhelo de llegar todavía algo más lejos. De ganar más. De hecho, digamos que, de partida, ya se habían desbrozado los tropiezos que arañaron el origen del filme sobre Queen. Como es sabido, “Bohemian Rapsody” comenzó bajo la dirección de Bryan Singer, un profesional de cuajo y mirada, con trayectoria algo errática y desconcertante, pero hacedor de títulos cuando menos notables. A los tres meses, el autor de “Sospechosos habituales”, “Verano de corrupción” y la casi totalidad y mejor parte de las entregas de los “X Men”, fue fulminantemente despedido.

El tercer largometraje suele resultar decisivo para vislumbrar la personalidad de un cineasta. En el primero se cuenta casi todo lo que a uno le conforma. En muchos casos, se acude a las memorias de la adolescencia, a los ríos interiores que conformaron la autobiografía. En el segundo, se escarba en lo otro, en lo que quedó fuera.

Saludada como una película que vuela directa hacia el Oscar, construida sobre un argumento que siempre funciona -tanto en las versiones oficiales como en las que en algún modo la han imitado-, “Ha nacido una estrella”, versión Bradley Cooper, genera un interesante material para el debate y la paradoja.

Es posible que le lluevan los Oscar, pero por mucho que en ella canten, por mucho que se le aplauda, nadie puede negar que carece de la grandeza de los grandes musicales clásicos de los años 30, 40 e incluso 50. Como espectáculo, en su zona media, se aburre a sí mismo. Como melodrama, su argumento resulta banal e incluso frustrante. Además, en el hacer y estar de sus intérpretes, se pasa de frenada.

Stéphanie Di Giusto, fotógrafa y autora de videoclips, se ha movido con solvencia por la escena musical y por los espacios museísticos. Y, probablemente, fue en un museo donde se encontró con la figura de Loïe Fuller, una bailarina de biografía olvidada cuyos movimientos embelesaron a buen parte de la vanguardia artística del París de comienzos del siglo XX.

La historia de Madame Marguerite tiene la mirada puesta en la hermana de los hermanos Marx, de quien toma su nombre a modo de guiño y homenaje, y los pies asentados en la vorágine que sacudió la Francia de los años 20. Allí, en pleno delirio del París de los surrealistas y dadaístas, sacudida por los arrebatos de la sociedad que lamía las terribles cicatrices de la primera guerra mundial sin percibir que aquellos horrores iban a ser superados por otros que tenían que venir, Xavier Giannoli firma un filme tan sobrecogedor como extraño.