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A estas alturas, cuando uno descubre el nombre de Matthew Vaughn al frente de un proyecto fílmico, ya sabe a qué se enfrenta. Autor de títulos tan transparentes y poco ambiguos como «Kick-Ass» (2010), «X-Men: primera generación» (2011) y «Kingsman: servicio secreto» (2014), este director londinense nacido al comienzo de los años 70, se mueve con agilidad e ingenio dentro de ese cine con vocación mainstream que mezcla acción con humor, caricatura ácida con aventura destroyer, sabedor de que no debe perder de vista al gran público.

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Estrenada de soslayo en cines pero acompañada con los clarines de honor de la plataforma que la creó, Netflix, “El agente invisible” ofrece un impagable testimonio del signo de los tiempos. Los hermanos Russo dejan el universo Marvel para abrazar el mundo del thriller de acción. Así, lo que empezó con 007 y alcanzó con el cambio de siglo su excelencia a través de la saga Bourne, encuentra en “El agente invisible” la sublimación de esa naturaleza de coreografía de violencia y muerte.

Nadie como los británicos para convertir en oro sus excrementos. Tanto y tan arteramente reescriben la historia que figuras como Enrique VIII o Winston Churchill, que probablemente no podrían -o no deberían- salir a la calle de vivir hoy, se han convertido en leyenda y objeto de veneración. La historia que aquí se cuenta ya había sido llevada al cine en 1956, “El hombre que nunca existió”.

Franziska Stünkel, directora y guionista de “El espía honesto” reconstruye un relato inspirado en los años de la guerra fría, en el interior de una Alemania fragmentada en dos y clavada en el corazón de las sucias prácticas de propaganda y manipulación por cuyos excesos prácticamente nadie ha pagado.