La simple descripción de la radiografía familiar que encierra esta obra de Yamada desemboca en un diagnóstico deprimente. «Una madre de Tokio» retrata tres personajes al borde del desahucio. Una abuela viuda que siente el aliento de la ancianidad al tiempo que se aferra a un último tren del amor cuando la taquilla parece cerrada.
Con «Un lugar común», Celia Giraldo desafía precisamente eso que se llama sentido común y que, al parecer, ya hace tiempo que entre nosotros perdió su hora. En su planteamiento, Giraldo (Cornellá de Llobregat, 1995) parece haberse abonado a esa preocupación frecuente en el cine español reciente filmado por directoras donde la descomposición familiar, la casa como depósito de recuerdos y emociones y la demolición del pasado, se verbalizan ante un futuro poco esperanzador.
A diferencia de la última recreación de «Los tres mosqueteros», en consecuencia lejos del recetario posmoderno que corroe el orden cronológico, fragmenta el relato y (ab)usa (de) exageraciones deshumanizadas, Delaporte y de La Patelliére leen el texto de Dumas página a página, letra a letra, duelo a duelo.
Como el personaje de Clint Eastwood en «Gran Torino» (2008), el protagonista de «Dogman», interpretado con tanta fe como esmerado talento por Caleb Landry Jones, se desangra al modo de una estampa crística.
Hay piezas cuya ambición, destreza e interés se revelan incluso antes de que aparezcan los títulos de crédito iniciales. Para cuando se nos informa sobre sus principales constructores: director, actores, guionista… ya sabemos que nos aguarda buen paño; catamos, en menos de un minuto, que lo que vendrá a continuación valdrá la pena, porque quienes han construido este texto fílmico se lo curran.
Lo mejor de «Regreso a Córcega» se encuentra en su núcleo central, en esa zona compleja donde el enredo se hace lío y los personajes ya han mostrado la (errática) estrategia de sus movimientos.
En el comienzo de este filme inquietante, sórdido y enfermo está «La matanza de Texas» (1971) de Tobe Hooper. Sin ella «De naturaleza violenta» no podría haber existido. De aquellos genes, estos miedos. De aquellos excesos, estos horrores.
La casa como metáfora y metonimia de la familia; el hogar que se pierde cuando lo hogareño ya se ha perdido y/o el pasado que se resquebraja porque las ausencias pesan más que las presencias, ha alumbrado en los últimos tiempos algunos interesantes filmes de la cinematografía española.
Cuando Robert Altman diseccionó el mundo de la moda en «Prêt-à-Porter» (1994), no mostró ningún tipo de condescendencia con respecto a sus personajes. Ni buscó la caricatura, ni encontró lo épico. La mirada de Altman quedó congelada por la ausencia de sensibilidad de sus observados.
«Nuestro día» acontece a través de dos encuentros que nada tienen que ver entre sí y que nunca se entremezclan salvo por un detalle vertebral que las une, la capacidad inimitable de Hong Sang-soo para pasar de lo cotidiano a lo trascendente.