Hace casi un año, al escribir la crónica de su (pre)estreno en el Zinemaldi recordaba lo que sigue viniendo a cuento para entender qué es Colossal. Rememoraba entonces alguna cosa que conviene tener presente para poder acercarse mejor a lo que Nacho Vigalondo representa.

A comienzos de los 80 nacieron dos proyectos ambiciosos. Fue un duelo de colosos. Ridley Scott venía de dirigir Alien, se había convertido en un autor de referencia. David Lynch, tras un debut inenarrable, Cabeza borradora, se había ajustado a las órdenes de Laurentis y supo demostrar que podía trabajar en el cine comercial desde la emoción y el rigor: El hombre elefante.

Construida sobre los cimientos de la distopía de Dave Eggers, James Ponsoldt, un cineasta esculpido en Sundance, desactiva con impunidad y sin remordimiento el veneno de su argumento para conseguir que el público no salga de la sala de cine con el ánimo compungido. Tras un aplaudido inicio (Off the Black, 2006; Smashed, 2012; y The End of the Tour,2015, entre otras) la oscura profecía implícita en El círculo, deviene en un relato paniaguado.

Si comparamos las adaptaciones que Welles, Polanski, Kurzel o incluso Kurosawa hicieron de Macbeth, veremos que, con ser todas ellas sensiblemente diferentes, todas supieron reflejar el universo de cada director al tiempo que respetaron la partitura original de la que bebía su relato. Dicho de otra manera: ¿Podría pretender un Hamlet que culminase su relato en boda con Ofelia tras descubrir que la muerte de su padre fue accidental, que es un auténtico Hamlet por más que recree la escena de la calavera?

De nombre hispano, origen chileno y nacionalidad sueca, Daniel Espinosa luce una trayectoria solvente, correcta, profesional. Su cine no provoca estremecimientos ni algarabías, ni ha merecido -todavía- grandes reconocimientos. No obstante su diestra eficacia lo avala como un director competente. Y esa rigurosa adecuación a lo que le exige el material de partida es lo que demuestra Life, una extraña y oscura película que, con un argumento que provoca un déjà vu, configura un relato intenso, claustrofóbico, distópico y amenazador.

Aunque el título promete que se trata de “el capítulo final”, cuando llega su desenlace la cosa no parece tan evidente. Dicho de otro modo, su realizador, padre de la criatura y marido de la principal actriz, Paul W.S. Anderson, no parece dispuesto a dar por concluida la serie protagonizada por Milla Jovovich.
Para quien lo haya olvidado, Paul W.S. Anderson, el menos interesante de los cineastas en activo apellidados Anderson, tuvo un inicio prometedor.

Fiel a su ideario, a Mateo Gil hay que reconocerle la singular firmeza de apostar por historias nada convencionales. No lo son. Ni los guiones que ideó para Amenábar (Tesis, Abre los ojos, Mar adentro, Ágora) ni los que le sirvieron para sus propias películas: Nadie conoce a nadie y Blackthorn. Tampoco frecuenta el lugar común del cine español este Proyecto Lázaro estructurado en dos niveles, concebido con dos estéticas para diferenciar dos tiempos.

Con la cruz a cuestas de Stanley Kubrick en sus hombros, hay referencias obvias a 2001, una odisea espacial y, en el androide interpretado por Michael Sheen, a El resplandor. Passengers crece sobre un esmerado diseño artístico trenzado por gozosos hallazgos. En ese glosario de hipotéticos avances técnicos de un tiempo futuro, en esa puesta en escena con secuencias espectaculares como la ingravidez en la piscina y la impresionante secuencia de ahogamiento, reside lo más impactante de un filme maniatado por la servidumbre comercial de su alto presupuesto.