Vengadores: Infinity War empieza en el infierno para recorrer todas las estancias del horror y la muerte. Lo que viene a continuación son más de 150 minutos de acción y reacción. Trifulcas interminables salpicadas con micro-diálogos al alcance de los iniciados. ¿Es posible disfrutar plenamente -hay poco que entender-, un filme como éste sin tener conocimiento de los 18 antecedentes que le preceden? Supongo que no.

Hablar del comienzo de los años 70, conlleva convocar el olor a podrido de Vietnam, evocar el tiempo del terrorismo internacional y la crisis del petróleo y, por supuesto, enfrentarse al final de un tiempo que tuvo su epitafio en mayo del 68. Casi ese mismo tiempo, cincuenta años, ha pasado desde que comenzara la era Spielberg.

En todo cuanto se ha escrito sobre Una vida a lo grande, hay acuerdo absoluto. Alexander Payne, probablemente uno de esos buenos directores que practica cine adulto en el jardín de la infancia en el que se ha convertido el cine comercial estadounidense, ha partido de una idea genial para un filme inclasificable.

A esta Liga de la Justicia se le ha roto el encanto. En su deseo de ir cada vez más lejos, en su apuesta circense por superar lo insuperable, se ha quedado sin aliento. Si la anterior entrega terminó con la muerte de Superman, lo que dada la obviedad de su simbolismo, era la muerte de Cristo, la actual entrega no tenía otro remedio que enfrentarse al día de después, o sea el día del apocalipsis.

Ahora se le recuerda por cosas como El fantasma de la ópera, pero Joel Schumacher (1939) es un director muy particular. Aprendió bajo la tutela de cineastas como Woody Allen; durante los años 80 y 90 dirigió unas cuantas películas de temática juvenil y ecos simbólicos y, finalmente, cogió el testigo del Batman que alumbró Tim Burton y al que él ni supo ni pudo mejorar.