Xavier Dolan ha cumplido 27 años, ha filmado seis largometrajes, los mejores festivales del mundo le ceden sus escaparates de lujo y dicen de él que su comportamiento es altivo, insolente y hasta poco
afortunado. Con 19 años rodó Yo maté a mi madre. Era su primer largometraje y provocó algo parecido a una desconcertada admiración.

Kate Beckinsale está encadenada a Selene, su rol en Underworld. Por cuarta vez repite el papel de una heroína letal en una guerra entre licántropos y vampiros. Las dos primeras veces, el director era Len Wiseman, su marido. Luego la dirección cambió de manos y se filmó la tercera película de la franquicia y Beckinsale se fue con su compañero. En realidad de ella, de Selene, permanecía la voz y
material de archivo.

Desde el primer minuto, un ¿inocuo? accidente de tráfico, este Train to Busan se comporta como un puro tren bala lanzado con el acelerador pisado a fondo en una huida de sobresaltos y vértigo. En su interior, no es nueva la metáfora de convertir un tren en una suerte de metonimia del mundo, ciudadanos corrientes se enfrentan a muertos rabiosos. Vagón tras vagón, zombies ávidos de sangre cuyos mordiscos infectan a los ciudadanos sanos, ejercen una progresión geométrica que lleva implícita la destrucción del ser humano.

Diga lo que diga el Oscar, a Comanchería nadie le puede arrebatar el título de ser una de las grandes obras del año. Su cabecera está presidida por la radiografía precisa y fidedigna del cáncer que carcome a EE.UU. De modo que, en sus intersticios, se percibe un aliento fúnebre que desvela el anuncio del deceso del imperio americano. Comanchería representa la base de un triángulo formado por Winter’s Bone (2010) de Debra Granik y No es país para viejos (2007) de los Coen.

Con la cruz a cuestas de Stanley Kubrick en sus hombros, hay referencias obvias a 2001, una odisea espacial y, en el androide interpretado por Michael Sheen, a El resplandor. Passengers crece sobre un esmerado diseño artístico trenzado por gozosos hallazgos. En ese glosario de hipotéticos avances técnicos de un tiempo futuro, en esa puesta en escena con secuencias espectaculares como la ingravidez en la piscina y la impresionante secuencia de ahogamiento, reside lo más impactante de un filme maniatado por la servidumbre comercial de su alto presupuesto.

Es posible que la persona que permanezca atenta a los créditos finales se lleve una sorpresa cuando lea que en Frantz existe un cordón umbilical que la ata al filme de Lubitsch, Remordimientos (1932). Aclaremos que el argumento que sostiene la nueva entrega de Ozon alumbró la más extraña e ideológica película del maestro de la sugerencia y el humor. Pero dicho esto, también cabe recordar que Ozon posee una de las cinematografías más versátiles e inclasificables de cuantas se han realizado en la Francia contemporánea.

Como el mundo del boxeo, el territorio de los conventos de monjas suele aportar, de vez en cuando, buen material narrativo para el cine. En ambos casos, son tantos los títulos y condiciones que casi se podría hablar de un subgénero con entidad propia. Las inocentes la tiene, lo que pasa es que su realidad ha tropezado con una referencia demasiado cercana en el tiempo y en el espacio, de modo que, la mayoría de las crónicas que provoca, caen indefectiblemente en la tentación de citar Ida (2013), la desasosegante película de Pawel Pawlikowski.

Han pasado cuatro décadas desde que el negocio de las máquinas recreativas, con el pinball a la cabeza, utilizase como reclamo la recreación de algunas de las grandes películas de éxito como Indiana Jones o Star Wars. Avanzada la segunda década del siglo XXI, el mundo del vídeojuego mueve más dinero que la industria cinematográfica, tanto que, desde hace años, es el cine quien replica juegos confiando en que ese reclamo ayude a que más espectadores acudan a ver la película.

Ubicado en el vértice temporal entre la primera y la segunda entrega de la trilogía Star Wars, la que va de su reiteración edulcorada al modelo primigenio, Rogue One se presenta como el primer spin-off de la mitificada epopeya de Georges Lucas inspirada por el Akira Kurosawa de la épica samurai. Su producción se ha realizado casi en el mismo tiempo en el que se trabaja el segundo capítulo de la nueva trilogía.

Infiltrado no es un filme pequeño. Ni esconde que pretende medirse con los grandes del thriller. Brad Furman, su director, tuvo un notable comienzo pero, poco a poco, ha ido desfalleciendo. Quizá por eso, al encontrarse con el material de la novela de Robert Mazur, el personaje protagonista de este relato, Furman elevó su apuesta convencido de que tenía ante sí la gran oportunidad de significarse como uno de los grandes del cine actual.