A lo largo de “Dolor y gloria”, último largometraje de Pedro Almodóvar, se menciona a Jean Cocteau. Se trata de una leve pero no inocente cita que pretende sugerir que ambos, Cocteau y Almodóvar, ocupan un lugar de honor -también citaban a Chejov y a Shakespeare- en el Olimpo del Arte. Si lo de Cocteau sería discutible, lo de Almodóvar da risa.
Vitalina Varela, además del nombre de su protagonista, supone un ejercicio de trenzado entre lo real y lo recreado, una película de fronteras turbias y densas esencias. Representa la sublimación del cine de Pedro Costa; un cineasta que hace películas “de otra manera” y que, en este caso, ha conseguido convertir el cine en planos estáticos. Es su “manera” de reescribir las leyes del lenguaje audiovisual, su rechazo a un modelo canónico que tanto intoxica los productos comerciales.
Titulada igual que el quinto filme de Kieslowski dedicado al “decálogo” de la tabla de la ley mosaica, “No matarás”; nada habría tan diferente entre sí como estos dos filmes que responden al mismo título. El que ahora nos ocupa, el que rinde culto a Mario Casas: con su nuca empieza todo, con su rostro empapado en lágrimas todo acaba; se debe a una exhibición formal de ritmo y violencia.
El azar y la pandemia, dos contingencias cuyo algoritmo se nos escapa, ha hecho que veamos “Corpus Chisti” (2019), tras haber sabido de “Hater” (2020), filme que se estrenó en Netflix hace un par de meses. Ambas películas han sido realizadas por el mismo director, Jan Komasa, e ideadas por el mismo guionista, Mateusz Pacewicz; ambas emanan de la misma fuente nutricia.
A Staten Island, los turistas, si es que alguno va, acuden para disfrutar de las vistas de la Estatua de la Libertad, o sea van allí no para ver la isla sino para ver desde ella. Por lo demás, aunque unida por puentes a Brooklyn y a New Jersey, apenas existe.
Ganadora de la sección de cine vasco del SSIFF, un Zinemira que tuvo un nivel notable, “Ane” aparece armada con el arsenal de un thriller de suspense que gira en torno a la búsqueda de una madre ante la desaparición de su hija. Se trata de un misterio con conflicto generacional con el que David P. Sañudo debuta como director de largometrajes junto a la guionista malagueña Marina Parés.
En el verano del 85, François Ozon esperaba impaciente -la adolescencia consiste en no tener paciencia-, que llegara el 15 de noviembre para cumplir 18 años. O sea, este verano recreado fílmicamente, que da título a su último filme, sabe bastante del propio Ozon y probablemente ha sido levantado con briznas emocionales conservadas en su memoria.
Sin el rigor exhaustivo de “Haxan”; sin la solemne grandeza de “Dies Irae”; sin la insolencia desvergonzada de “The Blair Witch Project”; sin la autenticidad desconcertante de “Cuando fuimos brujas”; sin el poderío para el engaño y la seducción de “La bruja” y sin, ni siquiera, la épica acartonada pero sinceramente atormentada de “Akelarre” en versión Pedro Olea, ¿qué aporta este “Akelarre 2020” de Pablo Agüero?
En el último suspiro de “Explota, explota”, Raffaella Carrà sonríe a la cámara por un breve instante. Aparece dirigiendo el tráfico en un cameo intencionado del realizador porque, en efecto, sin sus canciones, esta película no existiría. Son ellas y el recuerdo que convocan, quienes conforman y dirigen la naturaleza de esta cita con el cine popular español de los años 60 y 70.
En tiempos blandos, aunque los de ahora mismo más que blandos resultan moralmente idiotas, la corrección política imperante favorece cultivar una visión buenista de la tercera edad. Bajo ese prisma que alcanzó su esplendor en el conmovedor “Buenos días” de Yasujiro Ozu, se suele retratar a los progenitores con un aura de abnegación y bondad, y víctimas del abandono.