Cesc Gay, Terence Davis y Lucile Hadzihalilovic abren la sección oficial a concurso

Por si alguien no se había enterado del potencial de la 63 edición del Zinemaldia, la sección oficial a concurso abrió su caja de esencias con tres citas de golpe, para poner los dientes largos. Tres cineastas que ya sabían dónde está y cómo es Donostia. Obras de los tres, en uno u otro momento de sus vidas, ya habían pasado por aquí, aunque en muy diferentes circunstancias. Por otro lado, bien es sabido que los festivales generan su propia constelación de nombres amigos y que los amigos, a veces, dan sorpresas.  Ese es el riesgo y ahí reside su limitación y su grandeza

Con la ayuda de la amistad.

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Comencemos por Truman porque, al fin y al cabo, las presencias de Ricardo Darín y Javier Cámara añaden todavía más amigable familiaridad a la cita. Cesc Gay, director y guionista de este filme de coproducción hispano-argentina,  gusta de retratar historias cotidianas transitadas por personajes cercanos y reconocibles a simple vista. No es el suyo un cine espectacular de género y artificio ni pretende autorías de solemnidad y camarilla.  Gay funciona como una unidad autónoma, estamos ante un francotirador que observa la realidad inmediata y la lleva a la pantalla en un terreno de presupuesto ajustado y oficio solvente.

En Truman, película que comienza con un paisaje de hielo y nieve para luego llevar al espectador a un melodrama al rojo vivo de abrazos y despedidas, desde los primeros compases muestra al espectador lo que le espera. A los diez minutos, Cesc Gay ya ha cogido el instrumental del último tercio, el estoque de hierro y la muleta de la parca. Un berbiquí cuya promesa de muerte irremediable hace temer una orgía de pornografía emocional. Con cada vuelta, con cada secuencia, a cada paso, este filme empecinado en hablar de la promesa letal del cáncer, amenaza con desgarrar ese velo de prudencia que lleva a evitar lo que la vida nunca nos ahorra: el desenlace.

En algún sentido, Cesc Gay, como acaba de ofrecer el Medem de Ma Ma o hizo el año pasado en este mismo festival, el Bille August de Corazón silencioso, pone en juego una evidencia cada vez más presente en la sociedad occidental. El macabro juego escenificado en El séptimo sello, el último combate con la enfermedad cuando hay lucidez y la batalla se sabe perdida. En Truman, Cesc Gay se apoya en un guión labrado por requiebros y contrapuntos. Siempre que se oye un sonido grave, los diálogos se empecinan en contrarrestarlo con humor y ligereza. Ese paso a dos entre Cámara y Darín, con algunas presencias secundarias muy notables, conforma una película de alto voltaje emocional y de limitada factura cinematográfica.  En Truman, casi todo se olfatea, casi todo se prevé porque así lo establece el hecho de hablar de una situación que no admite sorpresas.

En sus últimos minutos, cuando los créditos despidieron a Truman y Truman se fue con quien desde el comienzo estaba destinado a acogerlo en su casa, sonaron aplausos, casi tan generosos como las risas y sonrisas se dejaron sentir durante muchas fases de la proyección. Todo ello merecido, sin duda. Pero todo ello sin hacer olvidar una sensación de impostura. Vemos a buenos actores asumiendo desgarros íntimos, tragando sapos amargos que, para evitar que el público no lo resista,  asume el precio de que este filme jamás consigue palpar la verdad. Hubiera sido incluso obscena. Por eso todo se reduce a tratar de recrear algo que se parece a la vida.

 

Los peligros del hacha

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Qué duda cabe que Terence Davis, director que fue homenajeado en San Sebastián y uno de los cineastas británicos más personales y brillantes de su generación, es un peso pesado. En sus manos, la luz provoca heridas. En sus películas, las imágenes logran estremecer. Compone con dignidad y sentido propios de la época clásica, aquella en que cada fotograma era un cuadro y cada cuadro una escultura sólida, estable, hermosa. Pero hasta el mejor de los mejores puede perder el pie cuando las circunstancias le corroen, cuando el dinero aprieta.

Sunset Song ha pasado por el quirófano antes de llegar a Donostia. Su delicada crónica de la vida de una joven en la Escocia del comienzo del siglo XX aparece articulada en dos partes. Durante la primera mitad, la que corresponde al tiempo anterior a su casamiento, la que se debe a la figura paterna, Terence Davis obtiene algunos de sus mejores minutos cinematográficos de su cinematografía. Y eso, en alguien que ha filmado algunas joyas fílmicas con su maestría, significa que estamos ante algo extraordinariamente notable.

Su relato, aprehendido de la novela de Lewis Grassic Gibbon, muestra un doble ejercicio de sublimación de una figura femenina en tiempo de silencio y servidumbre.  En Sunset Song todo, hasta el más mínimo detalle, reivindica la autoría de Terence Davis. Como es habitual en él, se mueve en el entorno doméstico de hogares siempre articulados por escaleras interiores que presiden el espacio, que arman la escenografía. Abajo acontece la vida cotidiana; arriba se representa los tiempos del coito, el nacimiento y la muerte. Cuando la cámara de Davis se asoma al exterior, el paisaje evoca a Turner, los cielos parecen pintados y la hierba se hace coreografía. Y entre ambos espacios, está la música.

En el cine de Davis, se canta y se baila. Y la música lleva prendida en su interior esa melancolía que caracteriza el lamento de un hombre tan crítico con el tiempo presente como poco piadoso con el pasado.

Esa lección de cine excelso que Sunset Song quiere entonar, entra en desequilibrio en su segunda mitad, cuando la guerra se atisba en el horizonte, cuando el relato se atropella, cuando los personajes aparecen y mutan sin justificación y cuando se hace perceptible que en la sala de edición esta bella nave se ha dejado fragmentos de su estructura.  Así, rota, alicorta, contrahecha, llega al final con el agridulce sabor de percibir que podía haber sido mucho más bella de lo que ahora aparenta.

Con vocación de obra de culto

foto-evolucionEl tercer filme a concurso, Evolution, significaba un reencuentro muy especial. Han pasado once años desde que Innocence, de Lucile Hadzihalilovic  llegó sin demasiado ruido a San Sebastián y se fue como obra emblemática. Once años sin noticias de esta mujer para reencontrarnos ahora con una fabuladora que permanece extraordinariamente fiel a lo que (re)presenta.

Innocence, un cuento perverso lleno de ecos psicoanalíticos sobre la pubertad y el sexo, encuentra en Evolution una respuesta a su altura. Como la obra que le precede, su argamasa estructural mucho sabe de lo fantástico y mucho le preocupa las enigmáticas cuestiones sobre el género y la sexualidad.  Y, al igual que ocurría con su primer largometraje, estamos ante un relato de imposible ubicación. Cuándo o dónde acontece lo que aquí pasa, es algo irrelevante, es algo a lo que Hadzihalilovic no da respuesta.

Su naturaleza sabe de lo insular, como lo sabía ¿Quién puede matar a un niño? (1975) de Ibañez Serrador o The Wicker Man (1973) de Robin Hardy. Aquí, como en ese cine setentero de horror e incertidumbre, algo insano e inexplicable e inexplicado atraviesa su atmósfera.

Evolution también sabe, debe y bebe del imaginario convocado por Paul Delvaux, el pintor belga (1897-1994) que, seducido por Magritte, abandonó el expresionismo de sus comienzos para abundar en un surrealismo que también supo de Ensor y de De Chirico.

En Evolution, una isla volcánica en la que habitan niños y nereidas, donde el mar y sus leyes, todo lo preside y todo lo ordena, y donde la maternidad se llena de misterios y de imágenes alucinadas, Lucile Hadzihalilovic  alumbra una película  con la evidente vocación de caminar lejos de los cauces convencionales. Nacida con el deseo voraz de ser materia de culto y cita, Evolution se ofrece como un filme de coherencia extrema. Esa radicalidad, formal y conceptual, levanta un muro difícil de sortear. Resulta tan fascinante, es tan personal y libre en su prosa, que el resultado no puede menos que dividir por completo al público. Pero más allá de esa división impuesta por su forma, parece indiscutible que la película de Hadzihalilovic  refrenda su personalidad aunque se le puede discutir con toda legitimidad si se ha quedado demasiado corta o si por el contrario, aquí había solo para un mediometraje y ha sido alargado más de la cuenta.

 



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