CINE ORIENTAL en el Festival de San Sebastián
Cántame una canción de Okinawa
 
En 1972 Oshima, que había adaptado a Kenzaburo Oè (The Catch. 1961), puesto imágenes y voz al manga de  Sampei Shirato, Ninja Bugei-cho, (con campesinos y ninja incluidos), dado su visión crìtica y satírica de algunas costumbres japonesas y que todavía no había dirigido El imperio de los sentidos (1976), se fue a Okinawa para realizar Natsu no Imôto (algo así como Hermanas de verano), una película que bien podría ser un manga en imágenes.
Setentera como correspondía a su época, con el regusto del cine francés de la época en el imaginario de Oshima, las idas y venidas de las dos «hermanas» protagonistas podrían incluirse en las viñetas de un cómic y sus diálogos aparecer sobre sus cabezas en forma de «bocadillos» de pensamiento o de palabra, porque con la misma cadencia y entonación las dos protagonistas expresan lo uno o lo otro. La historia de una chica en busca de su hermano acompañada por la novia de su padre, una joven poco mayor que ella y el viaje de todos ellos a la isla de Okinawa, con el telón de fondo de las atrocidades cometidas en ese lugar durante la segunda guerra mundial con la población civil (murieron más de doscientas mil personas), no es sino el entramado sobre el que se mueven asesinos en potencia, hombres que quieren matar y ser matados, jóvenes que prefieren vivir la vida agarrados a una guitarra y «cantar una canción» (en clara referencia a «Sing a song of sex/Nihon shunka-kô» de Oshima (1967), chicas que se asoman a abismos con la curiosidad y la procacidad por delante y todo en una isla rebosante de bases americanas donde se habla de prostitutas, armas de fuego, criminales, borrachos, suicidas y asesinos como si se estuviera asistiendo a una visita guiada a un paraíso playero.
Hiromi Kurita (la joven actriz que se autoproclama «la importante de la historia» una vez que pisa Okinawa), consigue aturdir con su recitado interminable. Y así, el  ritmo frenètico de las idas y venidas de todos los personajes contrasta con la apacible vida de una isla japonesa que se sabe (y así se ratifica desde que el barco atraca en el muelle y un joven se ofrece a enseñar el lenguaje okinawés a los recién llegados) tan lejos de los banqueros y de la modernidad de esas «hermanas» que vienen de Tokio.
 
Blanca Orìa

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