Ni Mon àme par toi guèrie, ni Le Weekend levantan demasiado entusiasmo

Todo a media luz, se mantiene el tono discreto

Es precipitado adelantar conclusiones pero, ciertamente, la programación de un festival de cine como el Zinemaldi  arroja datos y aporta indicios para poder percibir la temperatura social en la que se mueve si no el mundo, si al menos los narradores que se expresan en eso tan heterogéneo que llamamos el arte cinematográfico. En tres días, la media de las personas que participan activamente en el festival ha visto más películas que las que ve la media del público español en todo el año. Desde la experiencia de una de ellas, aventurar que el espejo que conforman los textos fílmicos de la sección oficial refleja con insistencia dos imágenes, puede leerse como algo significativo.

Por lo visto hasta ahora, se imponen dos imaginarios del eterno femenino: la mujer devoradora, mujer vampiro, mujer bruja; y la mujer víctima y cabreada con su condición. La primera ha sido proyectada con coartadas artísticas que no han dudado en invocar desde las arañas de Louise Bourgeois al oscuro universo de los seres monstruosos de Francisco de Goya. En el otro extremo, la presencia de mujeres enfadadas, enojadas con la figura por exceso o por ausencia del hombre convergen en el mismo punto: la crisis de lo masculino.
Las dos películas de la sesión de ayer también se acercaban a esto. Y también incurrían en una constante vivida hasta ahora: su irregularidad. Una empieza con brillantez para luego, desfallecer y dejar todo sin atender. La otra, por el contrario, comienza sin ningún interés y al final consigue elaborar un contagioso ensayo sobre la crisis afectiva de la pareja cuando se acerca el tiempo de la jubilación. Empecemos por el primero.
Mon àme par toi guèrie resulta desconcertante desde el primer minuto. Su mayor singularidad consiste en que resulta imprevisible. Dirigida por un director que ya sabe qué significa estar en Donostia, la película arranca a ritmo de Nina Hagen, lo que es más que una declaración de intenciones. Como la música de la excéntrica alemana, la película de François Dupeyron parece avanzar a golpe de quiebro narrativo, mecida por el azar, conformada por una suerte de relato de relatos que va acumulando personajes y situaciones para, en los últimos minutos, dejarlo todo para optar por el camino más insustancial, el de una improbable historia de amor que resulta menos creìble que los mágicos poderes del curandero protagonista de la historia.
François Dupeyron practica un cine naturalista, positivo, coral. El argumento de este filme le iba perfecto a su estilo. El problema es que en la película conviven sin posibilidad de entendimiento, al menos tres miradas, tres universos. El fundamental es el de la revelación que sufre su protagonista, un hombre divorciado con una ex castigadora y una hija de 13 años que llora sin consuelo, cuando al poco de morir su madre, una respetada sanadora, debe aceptar que el don de ella está en sus propias manos.
Con un personaje tan singular, François Dupeyron resuelve muy bien lo que siempre ha sabido hacer, crear un plantel de secundarios que rezuman autenticidad.
Un buen reparto y una serie de diálogos, personajes y situaciones le sirven para iluminar un paisanaje cotidiano, cercano, un retrato coral del hombre común en la Francia contemporánea. Durante la primera hora, el filme atrapa la atención, los personajes resultan poliédricos, las situaciones se dibujan con madurez y complejidad… pero a partir de ahí, la estructura empieza a dar síntomas de desfallecimiento.
Cuando se hace reiterativa el uso de una banda sonora que usa y abusa de la citada Nina Hagen; cuando hemos visto ir y venir al sanador y se impone que lo que al final interesa no es sino una inverosímil historia de amor por la que la película y el protagonista deja tirados al resto de los personajes infinitamente más interesantes que la musa alcoholizada, la fascinación deviene en frustración y el filme se deshace en medio de lo que no lo es durante mucho tiempo: la más pura y melosa de las convenciones. La de un último plano feliz que no viene a cuento.

Complicidades de un matrimonio                                                     

En el extremo opuesto, un veterano cineasta británico, Roger Mitchell, y tres actores en estado de gracia, Jim Broadsbent, Lindsay Duncan y Jeff Golblum, conseguían el efecto contrario: levantar un filme que parte de la mayor de las convenciones.

Le Weekend arranca con un viaje en tren, el que protagoniza una veterana pareja que va a pasar un fin de semana en París en un intento de reanimar un fuego que quizá ya no sea posible. Se conocen bien, guardan algún resto de cadáveres (infidelidades, dudas y tormentos) en la alfombra de su convivencia y, como suele ser habitual, él llega renqueante, agotado y ella todavía no se resiste a que se imponga el aburrimiento en el último tramo de su existencia.

Roger Mitchell, especialmente conocido por aquel romance imposible entre una estrella de Hollywood y un librero de Londres, algo que unía a Julia Roberts con Hugh Grant en Notting Hill (1999), se reitera en su libro de estilo. Practica una comicidad suave que no duda en mirar de soslayo el hacer de Woody Allen y el rehacer del humor británico y, en este caso, sublima todo en una secuencia brillante: un cena coral en la que se deshace el nudo de las desconfianzas y temores de este matrimonio retratado de manera artificial.
Es cine de impostura y diálogo, con situaciones cercanas y rupturas argumentales que no hacen ascos al inverosímil y a un manierismo de género empeñado en ganarse el aplauso de un público afín. Es también un cine algo viejuno, excesivamente retórico y mantenido en pie, por obra y gracia de unos diálogos brillantes y unos actores espléndidos. No es demasiado, pero es lo que hasta ahora marca el nivel de lo que en pocas horas tendrá que despegar.

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