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Prófugos de un mundo enfermoTítulo Original: THE WAY BACK Dirección: Peter Weir Guión: Keith R. Clarke y Peter Weir Intérpretes: Jim Sturgess, Ed Harris, Colin Farrell, Saoirse Ronan, Mark Strong, Alexandru Potocean y Dragos Bucur Nacionalidad: EE.UU. 2010 Duración: 133 minutos ESTRENO: enero 2011

El viento que mueve las velas de este Camino a la libertad es el mismo que agitó (y en algunos casos todavía sigue agitando) las odiseas de cineastas de lo extremo. Tantas veces se ha repetido que el cine bebe de dos fuentes nutricias, la documental, que emana de los Lumiére; y la fantástica, apadrinada por Georges Meliès, que casi se nos olvida, una tercera vía capaz de fundir lo primero con lo segundo gracias a (con)ceder el protagonismo a la Naturaleza y a su sobrecogedora intervención. Dicho de otro modo, nada hay más aterrador, maravilloso o/e insólito que la energía que mueve y sacude al mundo.
En concordancia con ello, Camino a la libertad se comporta como lo hacen los verdaderos retratistas del paisaje, no busca recrear la belleza aparente sino percibir, aprehender y captar en ella la presencia de lo extraordinario. Lo que nos lleva a concluir que a Peter Weir no le preocupa demasiado la verdad o la mentira histórica de la obra de la que parte, una recreación novelada de la fuga de un grupo de prisioneros de un gulag de Siberia en plena Segunda Guerra Mundial, sino esa suerte de transcendencia cuasi religiosa que empapa ese epopéyico recorrido, más de 6.000 kilómetros a pie, por un territorio salvaje, imprevisible y hostil.
Ellos, los argonautas fugados, una especie de legión extranjera víctima del fanatismo occidental acotado por el stalinismo a un lado y el nazismo y fascismo al otro, se comportan como los supervivientes errantes de un mundo enfermo. Su viaje, su huida, se quiere metáfora, se sabe símbolo y en ese sentido Weir conforma un filme extraño en el que reposan secuencias impresionantes al lado de concesiones narrativas de discutible acierto. Ese chirriar entre ambos extremos, lo anecdótico y lo sugerente, lo real y lo fantasmático, configuran un filme tan irregular en su desenlace como fascinante en muchos momentos.
A Weir, un veterano cineasta australiano autor de una filmografía más que interesante, siempre le ha inquietado el enigma de lo inexplicable; desde Picnic in Hanging Rock hasta aquí, su cámara repite con frecuencia esa querencia por una suerte de panteísmo, una actitud que en Camino a la libertad explota con insistencia en una iconografía cristiana repleta de signos reconocibles.
En esa huida del gulag que aquí se recrea se asoman los lamentos y la sangre derramada de todas las huidas del mundo. Weir diseña escenarios apocalípticos, reconvierte un gulag en la antesala del infierno, una mina, en el corazón del horror, y una fuga, en una Odisea del siglo XX en la que cada personaje asume un rol emblemático en un ritual que aspira a reflejar a toda la humanidad en un grupo de siete prófugos.
Descubrir que Peter Weir construye imágenes deudoras del poderío visual y emocional de Kurosawa y Herzog, resulta innecesario. Es obvio que durante muchos minutos, Camino a la libertad sobrecoge por los escenarios, por la música y por el devenir de sus personajes que poco a poco van perfilando sus recovecos. Camino a la libertad obedece a la categoría de esas producciones que se sabe han exigido esfuerzo, dinero y alto desgaste personal. Sus localizaciones resultan impactantes y con ellas, y en ellas, Weir inscribe lo mejor de su película, la vida de una Naturaleza en la que los seres humanos transitan como sombras que se diluyen con el calor, que se consumen por el hielo, que caen zarandeadas por el viento o que simplemente se agotan por la amplitud del espacio. Weir hace como el Cronenberg de Promesas del Este, le interesa más el paisaje que los personajes. De modo que el telón de fondo es superior a la deriva del héroe, un héroe convertido en casi un santo.

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