La sustancia que insufla vida a “Tres mil años esperándote” se reconoce en esos relatos laberínticos donde cada paso da lugar a una nueva historia que a su vez desgrana otra para que, en algún momento, se teja una red en la que todo se reconozca al servicio de un sentido único e inequívoco.
Más cerca del hacer de Roman Polanski en El baile de los vampiros (1967) que del caricaturizar de El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks, este atípico falso documental neozelandés representa una de esas extrañas locuras cinematográficas que suelen ser recordadas a través del tiempo; son piezas que se disfrutan más cuando se evoca su contenido, que en el momento de ser vistas.