El esqueleto que sostiene este cuerpo dolorido y cansado, ha sido forjado con la materia fundante del teatro: la palabra. En consecuencia, el verbo lo domina todo. Hay en el filme un aluvión de monólogos, de diálogos, de conversaciones aquejadas por un horror vacui que no dejan descanso. Se habla mucho, probablemente demasiado.
Y lo que se dice adquiere las maneras del teatro yanqui de mediados del siglo pasado. O sea, el que alimentaba el cine de Elia Kazan, el que tenía a Tennessee Williams como maestro absoluto, el que en el cine acunaba películas de culto y alto prestigio en torno a trenes llamados deseo y gatas en tejados de zinc.

La esencia de Zhang Yimou la encarnan con frecuencia los personajes que Gong Li ha interpretado. Desde su más temprana película, Sorgo Rojo, y a lo largo de 30 años de una solvente trayectoria, abundan películas melodramáticas en donde el principal personaje, casi siempre femenino, se distingue por una obstinada perseverancia anclada en un abnegado sentido de la ética.

En Sundance, un festival cuyo prestigio se devalúa de año en año, deslumbró a todo el mundo. Probablemente porque todo el mundo se empeña en confundir el tema con su contenido, la idoneidad de la denuncia con la calidad de su alegato. En este caso, un abismo separa una cosa de la otra y para quién quiera verlo, si se asoman a su
interior, la evidencia se impone: autocomplacencia formal y demagogia fácil. Una irreverencia para quien osa titular su filme como la piedra angular sobre la que nació el cine en EE.UU.