Si algo no se le puede achacar a Mar Targarona, directora de Secuestro, y a su guionista, Oriol Paulo, es falta de entusiasmo. En Secuestro se han puesto tantas ganas, tantas ideas, tantas referencias y tantos medios para hacer de él, un filme redondo, que su mayor debilidad reside en esa acumulación desordenada de ideas y subrayados.
Arrasó en Sitges donde fue aclamada como mejor película de la edición 2015. Un galardón que le viene un poco grande pese a que, nadie le discute, su efectiva solidez y la gran habilidad de obtener un rendimiento muy superior al que le habita en su material de partida. En el Festival de Sitges, donde confluyen las propuestas más radicales, las más extrañas y más arriesgadas del cine contemporáneo “fantástico” suele ser habitual que, en su palmarés, se impongan pequeñas pero efectivas propuestas en una decisión siempre conservadora.
Hay dos relámpagos de duda en el discurso patriótico que realiza Steven Spielberg en El puente de los espías. Suele pasar. Cuando llegan a la madurez de su carrera, cuando comienza la epifanía del ocaso, las personas sensibles titubean. En el caso de los directores norteamericanos que más han contribuido a perfilar los iconos del American Way of Life, esa sensación de pérdida y desorientación adquiere un tono agridulce, un pellizco de paradoja.
Si borramos de golpe la aportación al cine de los actores del reparto de este filme, desaparecería un puñado de significativas películas europeas. El mundo perdería algunos de sus mejores textos fílmicos. Dicho de otra manera, Bille August ha llamado para esta aventura a algunos de los más emblemáticos actores del cine europeo. En vano, Porque desde el primer minuto de su metraje, Tren de noche a Lisboa muestra sin rubor su vocación de europudding, término manchado por ambiciones de dinero fácil y avaricia de taquilla.
Cine de geometría y ritual, de ensimismamiento y sutileza, de rigor formal y ambición autoral, El desconocido del lago pregunta mucho y aclara poco. Por ejemplo, no se sabe ni a quién se refiere su título. Con precisión de orfebre, Alain Guiraudie ha escrito un guión que se empecina en abrir cada nueva secuencia con el mismo plano. Una visión elevada del claro de un bosque, un aparcamiento silvestre en el que, día tras día, aparcan sus coches hombres solos en busca de sexo. Presentada en el mismo festival de Cannes donde arrasó La vida de Adèle de Abdellatif Kechiche, la explicitud sexual de ambos títulos, mujeres en uno, hombres en otro, les asemeja.
El mayor enemigo que acecha a la imagen de cualquier artista se encuentra en su propio trabajo. Si del cine de Ridley Scott desapareciera un tercio de su producción, o mejor todavía, si solo permaneciera un veinte por ciento de la misma, Scott sería uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. No digamos nada del caso de Spielberg ni de los últimos trabajos de Atom Egoyan, un cineasta de culto en los años 90 y ahora ¿definitivamente? sostenido sólo por el ruido de lo que fue en otro tiempo.
Desde los títulos de crédito, el interior de un piano captado a través de una mirada que juega con los desenfoques y con los tamaños; o sea con las deformaciones que provoca la intersección de ambos recursos, se nos informa que aquí hay un director de pasión y cinefagia. Incluso ese detalle, arrancar con las credenciales en cuyos resquicios descansa la clave del filme, delata unas fuentes que saben del cine manierista de los años 50.