El azar y la pandemia, dos contingencias cuyo algoritmo se nos escapa, ha hecho que veamos “Corpus Chisti” (2019), tras haber sabido de “Hater” (2020), filme que se estrenó en Netflix hace un par de meses. Ambas películas han sido realizadas por el mismo director, Jan Komasa, e ideadas por el mismo guionista, Mateusz Pacewicz; ambas emanan de la misma fuente nutricia.

En el devenir de Mounia Meddour (Moscú, 1978), como en un palimpsesto identitario, se inscribe la verdadera escritura que sostiene “Papicha”, un filme que habla de “sueños de libertad” pero que lo hace desde una voluntaria superficialidad que ¿banaliza? la tragedia sobre la que cabalga. Desvelemos. Mounia, hija del director de cine argelino Azzedine Meddour, nació en la URSS porque su madre es rusa. Sin embargo su nacionalidad es argelina y francesa.

Entre el principio y el final de “El joven Ahmed” se alberga y se describe un proceso criminal y envilecedor. Un periplo sin sentido en el que, como se cuestionaba Hannah Arendt (1906-1975) al interrogarse por el fanatismo nazi, se impone “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.

Dentro de diez días, el 17 de junio, Cédric Kahn cumplirá 53 años. Debutó como director en 1990, con un cortometraje tras el que desplegó una trayectoria bendecida por Cannes y Berlín, sedes de los festivales donde se acostumbra a (es)coger sus trabajos. De hecho, “El creyente” recibió su bautismo de fuego, parece inevitable hablar de sacramentos en un filme que respira religiosidad, en la última Berlinale donde su principal y decisivo protagonista, Anthony Bajon, se llevó el premio al mejor actor.

En “Dogville”, Lars von Trier, siempre tan lúcido, siempre tan perverso, colocaba al espectador en una situación incómoda al apropiarse del artificio del lenguaje teatral. En su corte de mangas al verosímil cinematográfico, en su ruptura con respecto a la servidumbre al realismo fotográfico, la escenografía mostraba estructuras sin paredes.

Decir que Silencio de Martin Scorsese es una mala película, a parte de una grosería a la vista del magisterio de su autor, desemboca en una simpleza gratuita. Diremos de Scorsese, uno de los grandes narradores del cine de los últimos cincuenta años, como decía Pasolini de Leone, cuando no hace películas buenas no son malas, simplemente resultan fallidas. Indudablemente Silencio no está a la altura de los mejores trabajos del autor de Toro salvaje y Taxi Driver, pero eso no impide que en ella, como relámpagos fugaces, destellen de vez en cuando instantes de un cine grande concebido a través de una erudición exhaustiva.

Hace doce años, el Zinemaldi donostiarra presentaba una inesperada e interesante golosina fílmica:The Station Agent (Vías cruzadas). Con ella se presentaba un, entonces, desconocido Tom McCarthy. A juzgar por la originalidad del argumento, una suerte de vidas cruzadas a lo Altman, de ahí el “ingenioso” título español, la cosa prometía. Centrada en una estación de tren, una herencia estrafalaria, un protagonista aquejado de enanismo y un grupo de provincianos capaces de repensar otras formas de vida y otros agarraderos emocionales, ahí latía el inconfundible pulso indie forjado entre Sundance y Toronto.

La sombra de Rivette además de alargada, en este caso, ha sido mitificada por el escándalo y acrecentada por la leyenda. La cuestión es que hace 50 años, el pulmón intelectual de la Nouvelle Vague, Jacques Rivette, se echó a la espalda el texto de Diderot y sin complejos de culpa ni pagar peaje con la Historia, adaptó este relato en medio de escándalos y absurdas prohibiciones.