Poco a poco, aprovechando los pequeños resquicios que permite una cartelera saturada de estrenos insustanciales, comienzan a verse estrenadas en los cines las mejores películas del anime japonés. Este Fireworks se presentó en el pasado Zinemaldia con aires de pieza mayor. La sombra de Your name le avalaba al mismo tiempo que le ponía un cepo en el cuello.

Durante 26 años Yôji Yamada se dedicó casi por completo al mismo personaje. Durante un cuarto de siglo, aventura a aventura, consagró su existencia a Tora-san, un viajante arquetípico del imaginario japonés que adoptaba la sublimación del referente romántico nipón. Esto implicaba que, en la mayor parte de sus historias, Tora-san se quedaba compuesto y sin novia. La mejor prueba de amor no es culminar el deseo, o sea satisfacer el impulso, sino renunciar a él si hay circunstancias que así lo aconsejan.

Shinya Tsukamoto, el Johnny Rotten del cine japonés a quien le debemos uno de los personajes más psicotrónicos de la historia del cine contemporáneo, “Tetsuo, el hombre de hierro”, mostraba su preocupación por el diezmo vital que supone para Japón la alta tasa de suicidios juveniles. Para quien conoce la ferocidad de sus puñetazos audiovisuales, su inquietud y su dolor, adquiría un eco estruendoso al percibir la enorme dimensión de la sangría permanente que vive un país que tiene en el sacrificio ritual de los “47 Ronin” su “Mío Cid” de ojos sin párpados caucásicos.

El título original de “Hacia la luz” se resuelve, en la caligrafía japonesa, con un bello kanji, un arabesco que, si se repara en él, puede percibirse como algo azorado; un abrazo tenso e intenso sostenido en un frágil equilibrio que se eleva hacia el cielo. Es un símbolo de seis trazos enhebrados por una coreografía gestual de armonía evidente.

Como si obedeciese a un plan férreamente establecido, Hirokazu Kore-eda, con cada nueva entrega, mueve una pieza más en su decidido afán de revisitar el legado del cine clásico japonés. Se trata de una reescritura del hacer de sus predecesores donde no queda claro si pesa más la admiración o el rechazo.

Durante años Jôji Yamada, con paciencia de monje y sutileza extrema, levantó una saga tan popular en Japón como desconocida fuera. Entre 1969 y 1995, Yamada filmó 48 películas protagonizadas por Kiyoshi Atsumi en el papel de Tora san. Fueron casi medio centenar de comedias amables en las que su protagonista acababa compuesto y sin novia provocando en el imaginario japonés un icono de enternecedor recuerdo.

No hay que equivocarse, Your Name, preñada de una carga sentimental capaz de fundir el hierro, es cualquier cosa menos una película meliflua. Su romanticismo sabe y bebe de la tragedia. Y su sencillez no le impide encarar un argumento enrevesado capaz de jugar con los tiempos y los espacios en una suerte de paradoja cuántica que hace fácil lo incomprensible y legible el palimpsesto que su guión cultiva en la cara oscura de su núcleo duro.

Durante el primer lustro de la década de los noventa, Kore-eda utilizaba la cámara de cine para escribir sobre la realidad. Filmaba y construía documentales. Uno de ellos, Hou Hsiao-hsien and Edward Yang (1993), una cartografía sobre dos extraordinarios cineastas taiwaneses, le sirvió para repensarse como cineasta. De manera que, tres años después, el documentalista dejaba paso al narrador de ficciones y sus primeras fábulas lo descubrirían como un autor excepcionalmente dotado para abordar lo inexplicable a partir de saber escanciar la verdad de lo cotidiano.

Un análisis al argumento de El niño y la bestia sugiere, al menos, cuatro niveles en su entramado. Pero, en su interior, esas cuatro capas de significación, al fundirse entre sí, dotan al conjunto de un sofisticado y sobrecargado relato de relatos no fácil de discernir y nunca culpable de incurrir en perfiles maniqueos. Comencemos por la apertura. El filme transcurre entre dos mundos, dos universos unidos por una pequeña brecha que hace posible, de manera extraordinaria, (tras)pasar de un lado a otro.

A Hirozaku Kore-eda (1962), como a Naomi Kawase (1969), dos cineastas de referencia inexcusable para hablar del cine japonés del siglo XXI, el hecho de la procreación le significó una perceptible mutación, no en su estilo pero sí en su tono. Si en el caso de Kawase, la directora llegó a obsesionarse con los procesos de la gestación hasta filmar ensimismada las bonanzas del parto natural, a Kore-eda, ser padre le ha llevado a buscar esperanza allí donde antes todo era incertidumbre.